El silencio de Dios
Dominio público |
I. A lo largo del Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá.
El silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes
y Pilato está lleno de una sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una
muchedumbre vociferante, excitada, que se sirve de falsos testigos para
tergiversar sus palabras... Nos impresiona particularmente este silencio de
Dios en medio del remolino que agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús,
que no es indiferencia ni actitud despreciativa ante unas criaturas que le
ofenden: está lleno de piedad y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra
conversión. ¡El Señor sabe esperar! Tiene más paciencia que nosotros.
El silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la
ira y condenar. Es Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en
par el camino de una nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha
siempre a quienes le siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos
quiere oír. Él siempre está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para
perdonar, levantar y ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren
nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
En la escena que nos propone el Evangelio de la Misa
contemplamos a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor
subió con sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando
ya llevaban un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las
olas cubrían la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se
quedó dormido. Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación
le despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje
del Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.
Los Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros, aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios.
Más adelante,
con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés,
comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que
Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado
en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron
cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron
asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de
la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el
Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas.
Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este sueño de Jesús, cuando sus discípulos se sentían
perdidos en medio de la tempestad, mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha
sido comparado muchas veces a ese silencio de Dios en que parece, en ocasiones,
como si estuviera ausente y despreocupado ante las dificultades de los hombres
y de la Iglesia.
Ante situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa
encima, cuando los esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los
Apóstoles y acudir a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Sentiremos la eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.
¿De qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se
encuentran angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con
vosotros? Él es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él
en su barca, al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las
dificultades, los momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la
incomprensión y las tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la
fe, y con la debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de
que cuando la dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del
Señor, como sucede siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación
cristiana, en la vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús quiere vernos con paz y con serenidad en todos los
momentos y circunstancias. No temáis, soy yo, dice a sus discípulos
atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis amigos, os digo:
No temáis... Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia
entre los hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas
palabras: No temas, María. Y a San José le dirá también el Angel del Señor:
José, hijo de David, no temas; y a los pastores les repetirá de nuevo: No
tengáis miedo. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo temor de
Dios es una forma de amor: es temor a perderle.
La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea
necesario poner en cada situación, da al cristiano una singular fortaleza y una
especial serenidad ante los acontecimientos y tribulaciones. La consideración
frecuente a lo largo de cada jornada de la filiación divina nos lleva a
dirigirnos a Dios, no como a un ser lejano, indiferente y frío que guarda
silencio, sino como a un padre pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo
que nunca falla y que está siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si es
preciso. Junto a Él comprenderemos que todas las tribulaciones y las
dificultades resultan un bien para la criatura si las sabemos aceptar con fe,
si no nos separamos de Él. «¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! -Pobreza,
lágrimas, odios, injusticia, deshonra...Todo lo podrás en Aquel que te
confortará». Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha
dejado escrito: «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo
Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada». El Señor vela por los
suyos, aun cuando parece que duerme.
III. Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo
acontece según ellos desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la
enfermedad del hijo, del marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace
presente la penuria económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y
algunos amigos dan la espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el
sentimiento gustoso que en otros momentos hacía fácil la entrega y el
apostolado, pero que ahora, quizá como una gracia muy particular de Dios que
purifica las intenciones y el corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y
aun cierto desconsuelo. Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como
si Él fuera neutral o indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente
cuando debemos decir a Jesús con más fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Él nos oye siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y
que nos abandonemos más en sus brazos fuertes.
En cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones,
debemos acudir enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita
siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que
hicieron los discípulos. Tenían sólo una fe débil, no tenían una gran confianza
ni paz, pero por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de
Él, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole
fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que sólo Él puede otorgar.
Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él reprochó a sus
discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así,
aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se
dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: "Paz, estad
tranquilos". Y habrá una gran calma»; el alma se llenará de serenidad en
medio de la tribulación.
Con esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones
saldremos confiados a luchar de nuevo en esas batallas de paz -las externas y
las del alma-, aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y
quedaremos más unidos a Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el
Señor ha puesto un Angel a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y
lleve nuestras oraciones con más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna
necesidad, alguna contradicción -pequeña o grande-, invoca a tu Angel de la
Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en
cada caso».