El profesor de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz destaca cómo “la Iglesia tiene una identidad que no puede cambiar. Ella misma es creyente: basa su fe en Dios.
Foto: CNS photo/Harald Oppitz, KNA |
Ofrecemos
la segunda parte de la entrevista que ha
concedido a Omnes Juan Narbona, profesor de Comunicación Digital en la
Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Si en la primera parte, publicada hace
unos días, explicó que la desconfianza en las instituciones debilita a la
sociedad, ahora se centra en el ámbito de la Iglesia.
¿Se puede afirmar que la
falta de confianza es algo más que un problema de comunicación?
–
La comunicación sirve para tender la mano cuando uno considera que merece la
confianza, y para poner en marcha los mecanismos que nos hacen merecedores de
ella. En una organización, el departamento de comunicación tiene la misión de
recordar el papel inspirador de los valores, de crear una cultura corporativa
al servicio de las personas (por ejemplo, escuchando) y de mostrar con palabras
e imágenes entendibles la propia propuesta. Pero quien utilice la comunicación
para maquillar el propio comportamiento incoherente, egoísta o incapaz,
fracasará antes o después.
Por
ejemplo, si una realidad de la Iglesia, por acercarse a los lejanos, defendiera
verdades contrarias a la fe, quizá aparentaría una mayor capacidad –“ellos sí
que son cercanos a la gente”– o benevolencia –“tienen una mentalidad moderna y
abierta”–, pero dejarían de ser íntegros y, por lo tanto, antes o después
perderían la confianza de quien desea un testimonio de fe. Como decía Groucho
Marx: “Estos son mis principios, y si no le gustan tengo otros…”. Alguien así
no nos inspira mucha confianza, ¿verdad?
En algunos lugares
preocupa la pérdida de credibilidad de la Iglesia a la que puedan conducir las
informaciones sobre abusos sexuales. ¿Hay una relación directa entre ambas
cuestiones?
–
Sin duda esos escándalos han erosionado la credibilidad de la Iglesia. Donde se
han producido esos casos, se ha dado la imagen de una institución que se ha
defendido a sí misma y no a las personas a las que tenía que proteger. Y en
muchos casos ha sido así.
Inspirar
confianza de nuevo es un proceso largo que exige paciencia, porque antes de
recuperar la confianza hay que cambiar las dinámicas que permitieron aquellos
delitos y mentiras.
A veces se afirma que
recuperar la credibilidad exigiría cambiar el contenido propuesto a los fieles
para creer…
–
Un sano deseo de reforma es muy positivo si genera cambios acordes con la
propia identidad y misión. No se trata de dejar de ser quien eres con tal de
recuperar el aplauso del público. Ese sería un falso cambio.
Las
crisis son una ocasión para volver a las propias raíces, para desempolvar el
por qué se puso en marcha una organización o iniciativa. Son, además, una
oportunidad para liberarse del peso inútil adquirido con el tiempo, de las
malas prácticas o modos de hacer que sirvieron durante una época, pero de los
que tenemos que ser capaces de desprendernos si no ayudan a la misión, que en
el caso de la Iglesia es la salvación de las almas.
Discernir
qué se puede cambiar y qué no es un ejercicio que requiere grandes dosis de
prudencia y coraje. Como decía al principio, los límites en los que nos podemos
mover están marcados por quién soy y cuál es mi función. Estas orientaciones
sirven para la Iglesia, para cualquier organización y para cada uno de
nosotros.
Decía usted que merecer confianza
requiere demostrar integridad, benevolencia (desear el bien del otro) y
capacidad. ¿Cómo comunicar la “incoherencia”, en cierto sentido es inevitable
pues la Iglesia está integrada por pecadores, además de santos?
–
Comunicar la propia vulnerabilidad es un tema delicado, pero necesario. Por
ejemplo, pedir perdón puede costar, pero es una acción que ayuda a devolver al
primer plano los valores que uno ha traicionado. Si una organización donde se
ha gestionado mal el dinero pide disculpas, está admitiendo que desea guiarse
en adelante con honestidad financiera.
Suelo
repetir que el perdón debe seguir la regla de las tres r: “reconocer” el
mal ocasionado, “reparar” en la medida de lo posible el daño
causado a la otra parte y “rectificar” las
circunstancias que pudieron propiciar ese mal. No siempre resulta fácil, pero
pedir disculpas –admitir que el propio comportamiento se ha distanciado de los
valores que deberían guiarnos– es el grito del pecador que aún confía en poder
ser santo. Reconocer la propia fragilidad es, paradójicamente, la base sobre la
cual se puede trabajar sólidamente para recuperar la confianza de los demás.
Pedir perdón, -es la
pregunta del Evangelio- ¿cuántas veces? Además, también se espera que algunos
en la Iglesia se disculpen y asuman las consecuencias de los errores de otros.
–
La Iglesia siente la responsabilidad de pedir perdón por las ofensas cometidas
por algunos de sus ministros, y tendrá que hacerlo mientras haya personas
heridas. Pero me remito a las tres “r” de antes: demuestran que pedir perdón es
un acto importante, serio, profundo. Es importante no banalizarlo, ni
utilizarlo como una herramienta de márquetin.
Igualmente
serio es reclamar perdón: hay que explicar los motivos, y no exigirlo
simplemente para humillar a la otra parte o para vengarse por el daño sufrido.
Si se busca justicia, sí, es perfectamente legítimo. Es más, la Iglesia está
llamada a ir más allá de la justicia y ser maestra de caridad.
En cuanto a la
“benevolencia”, ¿podría plantearse la duda sobre si la Iglesia quiere el bien
de los fieles?
–
Como dijo el Papa, “el poder es servicio”, algo que a veces no ha sido
entendido ni por quien ejerce la autoridad ni por quien la sigue. Por eso,
vemos con sospecha a los dirigentes de muchas instituciones, no solo de la
Iglesia. La crisis de confianza actual hacia aquellas organizaciones que se
rigen por un sistema estructurado tiene que hacernos pensar. No se trata de eliminar
las jerarquías –que son necesarias–, sino de encontrar nuevos modos de
participación. Más diálogo puede ayudar a que cada persona sienta la
responsabilidad por el futuro y la buena salud de la propia organización –la
Iglesia, también–; serviría para encontrar propuestas creativas a los retos de
una sociedad en continuo cambio, para comprender las dificultades de quien
dirige la organización, para conocer las necesidades y expectativas de quien
forma parte, para tener una visión más completa y realista del contexto en el
que se trabaja…
En
mi opinión, la sinodalidad que propone Papa Francisco –que es un bien de raíz
teológica y no una simple técnica de participación democrática– es un ejemplo,
pero cada realidad tiene que encontrar los propios métodos para aumentar la
escucha y la participación. El sentido crítico que todos tenemos puede
convertirse en algo positivo si logramos un sistema que lo oriente a la
obtención de soluciones constructivas.
Aludamos ahora a la
capacidad. ¿En qué sentido puede ser la Iglesia “competente”? Los católicos
tenemos siempre la posibilidad de obrar bien, pero no siempre lo hacemos.
–
Siempre tendremos en la Iglesia esa impresión de no ser capaces de ofrecer al
mundo plenamente la maravilla del mensaje cristiano. Eso no quita para que en
cada época nos tengamos que esforzar por renovar el lenguaje, vistiendo nuestro
anuncio de palabras nuevas que despierten interés de la gente. Para lograrlo,
es importante aprender a escuchar. Como dijo el poeta Benedetti: “Cuando
teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. Esa es la impresión que
podemos tener en la Iglesia.
¿Qué
preguntas se hace hoy la gente? ¿Por qué la propuesta cristiana no siempre
intercepta sus interrogantes? Tampoco podemos olvidar que, en un mundo
polarizado con poco espacio para el diálogo, y en el que las emociones a veces
tienen demasiado peso, el testimonio sereno y constante de los cristianos –en
las obras de caridad, por ejemplo– seguirá siendo una enorme fuente de
confianza.
Las
obras demuestran que somos capaces de hacer el bien.
Me gusta citar lo que decía san Francisco a sus discípulos para recordarles el
valor del testimonio: “Salgamos a predicar, si es necesario incluso con las
palabras”. A veces, basta confiar en la enorme fuerza de una vida coherente.
Las acciones comunican solas cuando están bien hechas.
¿Dónde anclar la
fidelidad, si se percibe falta de coherencia en las acciones?
–
Recordar con frecuencia que no tenemos que ser fieles a una institución, sino a
una Persona. Cristo y su Iglesia son inseparables, por eso estamos seguros de
que en la Iglesia encontramos a Cristo. Pero cada hombre realiza en contextos
culturales, sociales o intelectuales diferentes esa búsqueda del tesoro de la
fe en la
Iglesia. Por eso, a veces para continuar siendo fieles es necesario cambiar lo
accesorio. La fidelidad no es inmovilismo, sino amor en movimiento.
Por perder “confianza” de
una parte de la gente, ¿pierde la Iglesia “credibilidad”?
–
Como decíamos al principio, la confianza tiene relación con las expectativas de
los demás. A veces, algunas personas pueden tener expectativas hacia la Iglesia
que ésta no puede cumplir. Ser coherentes con la fe, aunque nos cueste perder
la confianza de algunos, puede reforzar la confianza de otros.
La
Iglesia tiene una identidad que no puede cambiar. Ella misma es creyente:
basa su fe en Dios. Al mismo tiempo, tiene una misión que cumplir, por eso
tiene que ser creíble. Pero aun así no basta: además, tiene que
ser “querible”.
No se puede amar aquello que te produce miedo o sospecha; sí, en cambio, puedes
querer a quien desea tu bien, es coherente y sabe ayudarte, aunque se
equivoque. Por tanto, diría que los cristianos y la Iglesia tenemos que
adquirir estas tres características consecutivas: estamos llamados a ser
creyentes, creíbles y “queribles”.
La opinión pública se
mueve tan deprisa, que casi no tiene tiempo para pensar. En este contexto,
¿cómo se pueden comunicar asuntos como la fe o la Iglesia, que requieren una
consideración pausada?
-Internet
ha acelerado las comunicaciones, aumentando el volumen de información y
disminuyendo, a la misma velocidad, nuestra capacidad de análisis. Whatsapps,
mails, series, posts, stories… invaden cada uno de nuestros espacios de
atención. Si uno no se protege, simplemente pierde la capacidad de reflexionar
–que es un hábito maleable, como cualquier otro–.
Sherry
Turkle, una pionera del análisis del impacto social de internet, sostiene que
para que la red no nos aleje de los demás es necesario promover el diálogo
físico: en casa, con los amigos, en el trabajo… ¡Pero también con uno mismo!
Ese espacio interior es imprescindible para cultivar nuestra fe –que es también
una relación personal–: en la reflexión, en la oración, en el estudio
continuado. En una aparente paradoja, en una sociedad acelerada, la Iglesia
puede ganar atractivo como espacio serio de reflexión y equilibrio, también
para los no creyentes. Para que confíen en nosotros, primero nosotros
necesitamos confiar en que la fe es poderosamente atractiva.
Alfonso Riobó
Fuente:
Revista Omnes