Papas
amantes del deporte (Parte 2): Pío XI consideraba que escalar montañas (si se
hacía prudentemente) era el mejor ejercicio para el cuerpo y el alma
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Achille Ratti (centro), el futuro papa Pío XI., en un recorrido por la montaña en los Alpes.
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Desde comienzos del siglo XX, la Santa Sede ha
mostrado un interés singular en los deportes. Los diversos papas han
observado este fenómeno social con un ojo benevolente, incluso apasionado, a
veces hasta detectando en él un medio de evangelización o perfección cristiana.
En este artículo —uno de cuatro en una serie que cuenta historias sobre deportes en la Santa Sede—, abordamos las actividades de montaña.
En este artículo —uno de cuatro en una serie que cuenta historias sobre deportes en la Santa Sede—, abordamos las actividades de montaña.
Muchos Papas han sentido la atracción de la
montaña y todos se retiraron a alguna por sus propios motivos. Juan Pablo II
iba a hacer sus largas caminatas, Pablo VI para encontrar sencillez vital y Pío
XI —un montañista experimentado— buscaba crecimiento personal.
En 1890, cuando el montañismo apenas
empezaba a convertirse en una actividad deportiva que dejaba de estar reservada
a los habitantes de las montañas, Ambrogio Damiano Achille Ratti (el futuro
papa Pío XI, 1857-1939) logró nada menos que el ascenso del Mont Blanc, la
segunda montaña más alta de Europa. El ascenso duró dos días,
incluyendo una noche en el refugio de Quintino-Sella en el lado italiano.
Durante el descenso, abrió un paso nuevo hasta la cima del Mont Blanc.
«Ambrogio Damiano Achille Ratti (el futuro
papa Pío XI, 1857-1939) logró nada menos que el ascenso del Mont Blanc, la
segunda montaña más alta de Europa»
Experimentado montañero, realizó numerosas
expediciones, incluyendo uno de los primeros cruces del macizo del Monte Rosa
(la segunda montaña más alta de los Alpes, después del Mont Blanc, ubicada
entre Suiza e Italia) en la ladera de Macugnaga (en Italia) en 1889.
La importancia que daba Pío XI a este
deporte puede verse en la carta Quod sancti del 20 de agosto
de 1923, dirigida al obispo de Annecy, en honor a san Bernardo de Menthon, que
fue proclamado en esa ocasión el santo patrón de los alpinistas:
Ciertamente, de entre todas las prácticas
de deportes honestos, ninguna más que esta —cuando se evita la imprudencia—
puede decirse que sea beneficiosa para la salud del alma además de para la del
cuerpo. Mientras que con trabajo duro y esfuerzo para escalar donde el aire es
más fino y más puro, la fuerza es renovada y vigorizada, también sucede que, al
afrontar dificultades de todo tipo, nos hacemos más fuertes para afrontar los
deberes de la vida, incluso los más exigentes. Al contemplar la
inmensidad y belleza de los espectáculos que se abren ante nuestros ojos desde
los sublimes picos de los Alpes, nuestra alma se eleva fácilmente a Dios, el
autor y Señor de la naturaleza.
Este gran valor dado a la contemplación y
la búsqueda de aire puro era compartido por Juan Pablo II, que nunca dejó de
visitar las montañas a lo largo de su pontificado, una actividad en que se
había iniciado hacía mucho antes. Tadeusz Styczen, uno de sus amigos cercanos,
cuenta que, estando esquiando en Polonia, el entonces arzobispo Wojtyla
prefirió ir a las pistas a pie, con los esquíes al hombro, para permanecer en
silencio total y meditación.
Juan Pablo II bajo el hechizo de los macizos y los picos
alpinos
Para él también, la montaña representaba
“una escuela de elevación espiritual”, en palabras del obispo de
Ventimiglia-Sanremo, Alberto Maria Careggio. Apasionado del alpinismo, este
obispo fue el primer organizador de las vacaciones veraniegas del Papa en el
Valle d’Aosta, y su fiel compañía.
Según el obispo, todo empezó durante un
viaje pastoral del Papa polaco al Valle d’Aosta el 6-7 de septiembre de 1986,
como parte de las celebraciones por el bicentenario de la primera escalada del
Mont Blanc. “En aquella ocasión, el Papa tuvo su primer contacto con el valle
y, desde la cima del glaciar de la Brenva, a una altitud de 3550 metros, fue
capaz de admirar la masa imponente del Mont Blanc, y cayó bajo el hechizo de
los macizos y picos alpinos”.
Desde aquel día, el Valle d’Aosta se
convirtió en el destino favorito de Juan Pablo II. De hecho, regresó allí nada
menos que diez veces entre 1989 y 2004, un periodo durante el cual no dudó,
cuando su salud lo permitía, en ponerse sus esquíes y descender las laderas de
las estaciones italianas.
No era el arzobispo, “sino nuestro tío”
Mucho antes de ser pontífice, a Pablo VI le
gustaba ir a las montañas suizas, a Engelberg. El entorno que encontró
allí, se dice, le aliviaba de las tensiones psicológicas inherentes a sus
grandes responsabilidades dentro de la Iglesia. Su sobrina, Chiara Montini
Matricardi, que lo acompañaba, da testimonio de la maravillosa atmósfera del
lugar. “Con nosotros no estaba el arzobispo, sino nuestro tío. Jugaba con
nosotros y desayunábamos juntos”.
A finales del siglo XIX, el papa
León XIII propuso la construcción de 20 monumentos, como un homenaje grandioso
a Dios, en 20 montañas de diferentes lugares de Italia. La idea fue
aceptada de inmediato por las diversas diócesis, que establecieron un comité
para decidir los 20 lugares donde se habrían de ubicar los monumentos y
llegaron incluso a elaborar más mapas de los sitios. Entre ellos, se construyó
un monumento al Redentor en monte Guglielmo. El papa Pablo VI lo visitó
múltiples veces en su juventud con su padre. Años después, mandó renovar la
pequeña capilla, de donde conservaba unos recuerdos inolvidables.
Benedicto XVI tenía su propia forma de
vivir en las montañas. Además de buscar una atmósfera propicia para la lectura
y el estudio, el Pontífice alemán daba largos paseos cada día. Según dijo a una delegación de esquiadores
profesionales en noviembre de 2010, las montañas “nos hacen sentir pequeños,
nos restauran en nuestra dimensión auténtica como criaturas, nos hacen capaces
de preguntarnos por el sentido de la creación, de elevar nuestros ojos al
cielo, de abrirnos al Creador”.
I.Media
en exclusiva para Aleteia Vaticano