NO QUEBRARÁ LA CAÑA CASCADA
II. Jesús no da a nadie por perdido. Nos ayuda aunque hayamos pecado.
III. Nuestro comportamiento hacia los demás ha de estar lleno de compasión,
de comprensión y de misericordia.
“En aquel
tiempo, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús. Pero Jesús se
enteró, se marchó de allí, y muchos le siguieron. Él los curó a todos,
mandándoles que no lo descubrieran.
Así se cumplió lo que dijo el profeta
Isaías: «Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto. Sobre él he
puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no
gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo
vacilante no lo apagará, hasta implantar el derecho; en su nombre esperarán las
naciones»” (Mateo 12,14-21).
I. El Evangelio
de la Misa nos muestra a Jesús alejándose de los fariseos, pues éstos tuvieron
consejo para ver cómo perderle. Aunque se retiró a un lugar más seguro -quizá
en Galilea-, le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le
descubriesen. Es ésta la ocasión en la que San Mateo, movido por el Espíritu
Santo, señala el cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Siervo de
Yahvé, en la que se prefigura con rasgos muy definidos al Mesías, a Jesús: He
aquí a mi Siervo a quien elegí, mi amado en quien se complace mi alma. Pondré
mi espíritu sobre él y anunciará la justicia a las naciones. No disputará ni
vociferará, nadie oirá sus gritos en las plazas. No quebrará la caña cascada,
no apagará la mecha humeante...
El Mesías había sido profetizado por Isaías, no como un rey
conquistador, sino sirviendo y curando. Su misión será caracterizada por la
mansedumbre, la fidelidad y la misericordia. El evangelista señala que esta
profecía se estaba cumpliendo. Por medio de dos imágenes bellísimas describe
Isaías la mansedumbre, dulzura y misericordia del Mesías. La caña cascada, la
mecha humeante, representan toda clase de miserias, dolencias y penalidades a
que está sujeta la humanidad. No terminará de romper la caña ya cascada; al
contrario, se inclina sobre ella, la endereza con sumo cuidado y le da la
fortaleza y la vida que le faltan. Tampoco apagará la mecha de una lámpara que
parece que se extingue, sino que empleará todos los medios para que vuelva a
iluminar con luz clara y radiante. Ésta es la actitud de Jesús ante los
hombres.
En la vida corriente a veces decimos de un enfermo que su dolencia «no
tiene remedio», y se da por imposible su curación. En la vida espiritual no es
así: Jesús es el Médico que nunca da como irremediablemente perdidos a quienes
han enfermado del alma. A ninguno juzga irrecuperable. El hombre más endurecido
en el pecado, el que ha caído más veces y en faltas más grandes nunca es
abandonado por el Maestro. También para él tiene la medicina que cura. En cada
hombre Él sabe ver la capacidad de conversión que existe siempre en el alma.
Su paciencia y
su amor no dan a ninguno por perdido. ¿Lo vamos a dar nosotros? Y si, por
desgracia, alguna vez nos encontráramos en esa triste situación, ¿vamos a
desconfiar de quien ha dicho de Sí mismo que ha venido a buscar y a salvar lo
que estaba perdido? Como caña cascada fue María Magdalena, y el buen ladrón, y
la mujer adúltera... A Pedro, deshecho por las negaciones de su más triste
noche, lo restaura, y ni siquiera le hace prometer el Señor que no volvería a
negarlo. Solamente le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Es la pregunta
que nos hace a todos, cuando no hemos sido del todo fieles. ¿Me amas? Cada
Confesión es también, y sobre todo, un acto de amor. Pensemos hoy cómo es nuestro
amor, cómo respondemos a esa pregunta que nos hace el Señor.
II. No romperá la
caña cascada ni apagará la mecha que aún humea...
La misericordia de Jesús por los hombres no decayó ni un instante, a
pesar de las ingratitudes, las contradicciones y los odios que encontró. El
amor de Cristo por los hombres es profundo, porque, en primer lugar, se
preocupa del alma, para conducirla, con ayudas eficaces, a la vida eterna; y,
al mismo tiempo, es universal, inmenso, y se extiende a todos. Él es el Buen
Pastor de todas las almas, a todas las conoce y las llama por su nombre. No
deja a ninguna perdida en el monte. Ha dado su vida por cada hombre, por cada
mujer. Su actitud cuando alguno se aleja es darle las ayudas para que vuelva, y
todos los días sale a ver silo divisa en la lejanía. Y si alguno le ha ofendido
más, trata de atraerle a su Corazón misericordioso. No quiebra la caña cascada,
no termina de romperla y la abandona, sino que la recompone con tanto más
cuidado cuanto mayor sea su debilidad.
¿Qué dice a quienes están rotos por el pecado, a quien ya no da luz
porque apagó la llama divina en su alma? Venid a mí todos los que estáis
fatigados y cargados, que yo os aliviaré. «Tiene piedad de la gran miseria a la
que les ha conducido el pecado; les lleva al arrepentimiento sin juzgarles con
severidad. Él es el padre del hijo pródigo que abraza al hijo desgraciado por
su falta; Él mismo perdona a la mujer adúltera a la que se disponen a lapidar;
recibe a la Magdalena arrepentida y le abre enseguida el misterio de su vida
íntima; habla de la vida eterna a la Samaritana a pesar de su mala conducta;
promete el Cielo al buen ladrón. Verdaderamente en Él se realizan las palabras
de Isaías: La caña cascada no la quebrará; ni apagará el pabilo que aún humea».
Nunca nadie nos amó ni nos amará como Cristo. Nadie nos comprenderá
mejor. Cuando los fieles de Corinto andaban divididos diciendo unos: «yo soy de
Pablo», y otros: «yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo», San Pablo les
escribe: ¿Ha sido Pablo crucificado por vosotros?. Es el argumento supremo.
No podemos desesperar nunca... Dios quiere que seamos santos, y pone su
poder y su providencia al servicio de su misericordia. Por eso, no debemos
dejar pasar el tiempo mirando nuestra miseria, perdiendo de vista a Dios, dejándonos
descorazonar por nuestros defectos, tentados de exclamar «¿para qué continuar
luchando, considerando todo lo que he pecado, todo lo que he fallado al
Señor?». No, nosotros debemos confiar en el amor y en el poder de nuestro Padre
Dios, y en el de su Hijo, enviado al mundo para redimirnos y fortalecernos.
¡Qué gran bien para nuestra alma sentirnos hoy delante del Señor como
una caña cascada que necesita de muchos cuidados, como el pabilo que tiene una
débil llama y que precisa del aceite del amor divino para que luzca como el
Señor quiere! No perdamos nunca la esperanza si nos vemos débiles, con
defectos, con miserias. El Señor no nos deja; basta que pongamos los medios y
que no rechacemos la mano que Él nos tiende.
III. Esta
mansedumbre y misericordia de Jesús por los débiles señalan el camino a seguir
para llevar a nuestros amigos hasta Él, pues en su nombre pondrán su esperanza
las naciones. Cristo es la esperanza salvadora del mundo.
No podemos extrañarnos de la ignorancia, de los errores, de la dureza y
resistencia que tantos ponen en su camino hacia Dios. El aprecio sincero por
todos, la comprensión y la paciencia deben ser nuestra actitud ante ellos. Pues
«rompe la caña cascada aquel que no da la mano al pecador ni lleva la carga de
su hermano; y apaga la torcida que humea aquel que desprecia en los que aún
creen un poco la pequeña centella de la fe».
Nuestros amigos, quienes se crucen con nosotros por circunstancias
diversas, han de encontrar en la amistad o en nuestra actitud un firme apoyo
para su fe. Por eso, hemos de acercarnos a su debilidad: para que se torne
fortaleza; debemos verlos con ojos de misericordia, como los mira Cristo; con
comprensión, con un aprecio verdadero, aceptando el claroscuro que forman sus
miserias y sus grandezas. Por un lado, hemos de tener presente que «servir a
los demás, por Cristo, exige ser muy humanos (...).
Hemos de
comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos,
hemos de perdonar a todos». Por otro lado, «no diremos que lo injusto es justo,
que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el
mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción
buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rom 12, 21). Así Cristo
reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean».
Los frutos de esta doble actitud de comprensión y fortaleza son tan
grandes -para uno mismo y para los demás- que bien vale la pena el esfuerzo por
ver almas en quienes tratamos a diario; en verles tan necesitados como los veía
el Señor.
No es suficiente apreciar -afirma un autor de nuestros días- a los
hombres brillantes porque son brillantes, a los buenos porque son buenos.
Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a todo hombre, al débil, al
ignorante, al que carece de educación, al más oscuro. Y esto no lo podremos
hacer a menos que nuestra concepción de lo que es el hombre lo haga objeto de
estima. El cristiano sabe que todo hombre es imagen de Dios, que tiene un
espíritu inmortal y que Cristo murió por él.
La frecuente
consideración de esta verdad nos ayudará a no separarnos de los demás, sobre
todo cuando los defectos, las faltas de educación, su mal comportamiento se
hagan más evidentes. Imitando al Señor, nunca romperemos una caña cascada. Como
el buen samaritano de la parábola, nos acercaremos al herido y vendaremos sus
heridas, y aliviaremos su dolor con el bálsamo de nuestra caridad. Y un día
oiremos de labios del Señor estas dulces palabras: lo que hiciste con uno de
éstos, por Mí lo hiciste.
Nadie como María conoce el misterio de la misericordia divina. Sabe su
precio y sabe cuán alto es. En este sentido, la llamamos también Madre de la
misericordia... Madre de la divina misericordia: a Ella acudimos al terminar
nuestra meditación, seguros de que nos conduce siempre a Jesús y nos impulsa a
ser, como su Hijo, comprensivos y misericordiosos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org