Murió cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa Inocencio II lo declaró santo, dos años después de su muerte
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Hay
16 santos o beatos que llevan el nombre de Hugo. Los dos más famosos son San
Hugo, Abad de Cluny (1109), y San Hugo, obispo de quien vamos a hablar hoy.
San
Hugo nació en Francia en el año 1052. Su padre Odilón, que se había casado dos
veces, al quedar viudo por segunda vez se hizo monje cartujo y murió en el
convento a la edad de cien años, teniendo el consuelo de que su hijo que ya era
obispo, le aplicara los últimos sacramentos y le ayudara a bien morir.
A
los 28 años nuestro santo ya era instruido en ciencias eclesiásticas y tan
agradable en su trato y de tan excelente conducta que su obispo lo llevó como
secretario a una reunión de obispos que se celebraba en Avignon en el año 1080
para tratar de poner remedio a los desórdenes que había en la diócesis de
Grenoble. Allá en esa reunión o Sínodo, los obispos opinaron que el más
adaptado para poner orden en Grenoble era el joven Hugo y le propusieron que se
hiciera ordenar de sacerdote porque era un laico. Él se oponía porque era muy
tímido y porque se creía indigno, pero el Delegado del Sumo Pontífice logró
convencerlo y le confirió la ordenación sacerdotal. Luego se lo llevó a Roma
para que el Papa Gregorio VII lo ordenara de obispo.
En
Roma el Pontífice lo recibió muy amablemente. Hugo le consultó acerca de las
dos cosas que más le preocupaban: su timidez y convicción de que no era digno
de ser obispo, y las tentaciones terribles de malos pensamientos que lo
asaltaban muchas veces. El Pontífice lo animó diciéndole que "cuando Dios
da un cargo o una responsabilidad, se compromete a darle a la persona las
gracias o ayudas que necesita para lograr cumplir bien con esa
obligación", y que los pensamientos aunque lleguen por montones a la
cabeza, con tal de que no se consientan ni se dejen estar con gusto en nuestro
cerebro, no son pecado ni quitan la amistad con Dios.
Gregorio
VII ordenó de obispo al joven Hugo que sólo tenía 28 años, y lo envió a dirigir
la diócesis de Grenoble, en Francia. Allá estará de obispo por 50 años, aunque
renunciará el cargo ante 5 Pontífices, pero ninguno le aceptará la renuncia.
Al
llegar a Grenoble encontró que la situación de su diócesis era desastrosa y
quedó aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los cargos
eclesiásticos se concedían a quien pagaba más dinero (Simonía se llama este
pecado). Los sacerdotes no se preocupaban por cumplir buen su celibato. Los
laicos se habían apoderado de los bienes de la Iglesia. En el obispado no había
ni siquiera con qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía casi en
religión y la ignorancia era total.
Por
varios años se dedicó a combatir valientemente todos estos abusos. Y aunque se
echó en contra la enemistad de muchos que deseaban seguir por el camino de la
maldad, sin embargo la mayoría acepto sus recomendaciones y el cambio fue total
y admirable. El dedicaba largas horas a la oración y a la meditación y recorría
su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar
el bien.
Todos
veían con admiración los cambios tan importantes en la ciudad, en los pueblos y
en los campos desde que Hugo era obispo. El único que parecía no darse cuenta
de todos estos éxitos era él mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil
para este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia. Pero el
Sumo Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a
volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra
vez a su diócesis a seguir siendo obispo. Al volver del convento parecía como
Moisés cuando volvió del Monte Sinaí que llegaba lleno de resplandores. Las
gentes notaron que ahora llegaba más santo, más elocuente predicador y más
fervoroso en todo.
Un
día llegó San Bruno con 6 amigos a pedirle a San Hugo que les concediera un
sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse
santos a base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo
obispo les dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas tierras desiertas y
apartadas fue fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo
(hablan el domingo de Pascua) y donde el ayuno, la mortificación y la oración
llevan a sus religiosos a una gran santidad.
Se
dice que al construir la casa para los Cartujos no se encontraba agua por
ninguna parte. Y que San Hugo con una gran fe, recordando que cuando Moisés
golpeó la roca, de ella brotó agua en abundancia, se dedicó a cavar el suelo
con mucha fe y oración y obtuvo que brotara una fuente de agua que abasteció a
todo el gran convento.
En
adelante San Bruno fue el director espiritual del obispo Hugo, hasta el final
de su vida. Y se cumplió lo que dice el Libro de los Proverbios: "Triunfa
quien pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones". A veces se
retiraba de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a meditar y a
hacer penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus propias
palabras "Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y lo
demás se lo comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes, que
mueven a admiración". Para San Hugo sus días en la Cartuja eran como un
oasis en medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero cuando
ya llevaba varios días allí, su director San Bruno le avisaba que Dios lo
quería al frente de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.
Los
sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad
las órdenes y consejos del Santo obispo. Pero los relajados, y sobre todo
muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este Monseñor no tenían
toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y se esforzaron por
hacerlo sufrir todo lo que pudieron. El callaba y soportaba todo con paciencia
por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los enemigos de la
santidad se le unían las enfermedades.
Trastornos gástricos que le producían
dolores y le impedían digerir los alimentos. Un dolor de cabeza continuo por
más de 40 años (que no lo sabían sino su médico y su director espiritual y que
nadie podía sospechar porque su semblante era siempre alegre y de buen humor).
Y el martirio de los malos pensamientos que como moscas inoportunas lo rodearon
toda su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o
los admitiera con gusto en su cerebro.
Varias
veces fue a Roma a visitar al Papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de
obispo porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual
II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia porque sabían que era un
gran apóstol y que si se creía indigno, ello se debía más a su humildad, que a
que en realidad no estuviera cumpliendo bien sus oficios de obispo. Cuando ya
muy anciano le pidió al Papa Honorio II que lo librara de aquel cargo porque
estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo Pontífice le respondió:
"Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que
esté lleno de juventud y de salud".
Era
un gran orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían
profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que en medio de sus sermones,
grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a suplicar a grandes
voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían
numerosas conversiones.
Tenía
gran horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba hablar contra
otros exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así". Y no aceptaba
quejas contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.
Una
vez, cuando por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y gran escasez de
alimentos, vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos de especial
valor que había en su casa y con ese dinero compró alimentos para los pobres. Y
muchos ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así lograron
conseguir comida para la gente que se moría de hambre.
Al
final de su vida la artritis le producía dolores inmensos y continuos pero
nadie se daba cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla de
sonrisas para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a
Dios y salvación de las almas.
Un
día al verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "- Padre, ¿por qué
llora, si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado?-
"Y él le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus
propios ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname
aun de aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no
recuerdo".
Poco
antes de su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba eran los Salmos y
el Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y rezando padrenuestros.
Murió
cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa
Inocencio II lo declaró santo, dos años después de su muerte.
Fuente:
ACI