El sacerdote
italiano, perteneciente a los josefinos de Murialdo, falleció en Madrid por una
neumonía bilateral tan característica del COVID-19. Le despidieron en su
entierro el padre de un niño de catequesis, una catequista y un sacerdote,
además del oficiante
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Foto: Murialdinos |
Sobre el
féretro del padre Franco, durante su entierro en la sacramental de San Justo el
primero de abril, estaban los objetos que permiten hacer un perfil de un pastor
con olor a oveja: casulla, estola y Biblia, como es propio en los entierros de
sacerdotes, porque él fue un sacerdote de Cristo; una pañoleta scout, signo de
su amor a los niños y a los jóvenes; un rosario de cuentas blancas, el que
rezaba todos los días al punto de la mañana a su Madre querida; el último
artículo que escribió dedicado al patrón de la Buena Muerte en su mes, san
José, del que habló como padre; la foto de sus padres en la tierra, Vittorio y
Teresa; una imagen de san Leonardo Murialdo, su fundador como miembro de los
josefinos murialdinos; la estampa del Año Murialdino, que acaba este mayo y del
que fue encargado de formación; la del Cristo del Pozo, que junto a Nuestra
Señora de los Dolores dan nombre a la hermandad, de la que él fue consiliario;
y un acetre regalo de un amigo ortodoxo que simbolizaba ese sueño que él tenía de
la unidad de los cristianos.
Lo de pastor
con olor a oveja se lo achacó Juan José Gasanz, párroco de San Raimundo de
Peñafort, en El Pozo, que en el entierro dijo de él que, «como buen misionero,
olía la ocasión de ser apóstol hasta el final; un apóstol incansable, no perdía
ni un segundo».
También
identificó las fuentes de su fortaleza, no física porque estaba a la espera de
una intervención de corazón y sufría de un herpes zóster desde hacía años, pero
sí espiritual: su «santidad y la fidelidad a la oración diaria», a las que se
unía su constante sonrisa y una alegría auténtica. Otra expresión del Papa
Francisco, la de santo de la puerta de al lado, también le va al padre Franco:
«Siempre sirviendo, siempre al servicio. Le conocí cuando yo tenía 15 años, y
él era un joven sacerdote, con unas ganas enormes, muy abierto… Era un volcán».
Franco Zago da
Re, o Patxi como también le llamaban por sus años pasados en el País Vasco,
nació en Italia pero vivió por medio mundo. «Fue un pionero, lo que el Espíritu
Santo le dictaba, ahí iba». A España llegó en 1966, ya perteneciente a los
josefinos de Murialdo y antes de ordenarse sacerdote. En 1994 se va a Roma como
secretario general de los josefinos, y está hasta el año 2000, cuando da el
salto a México y después Chile y Argentina, «siempre en zonas deprimidas,
complicadas, en las que se necesitaban nuevas parroquias y nuevos centros de
acogida y formación. Hizo una labor de apostolado maravillosa con familias y
con niños, con los campamentos, el acompañamiento, la educación».
Con los niños y
jóvenes más necesitados
En 2016 regresa
a España con la misión de comenzar una nueva obra en la periferia de Madrid, en
la barriada de El Pozo, siendo fiel a una de sus máximas tomada de palabras de
Murialdo: «A nuevas necesidades, nuevas obras». No era el primer contacto que había
tenido con entornos deprimidos en la región. Hace casi 30 años había impulsado
la atención a un centro de acogida de adolescentes en Getafe, chavales, muchos
de ellos, procedentes de ambientes marginales ligados a la delincuencia. «Pero
Franco no tenía miedo».
Cierto es que
las necesidades de El Pozo no era nuevas, pero sí novedosas. El padre Franco,
junto al padre Juan José como párroco, asumieron la tarea encomendada en San
Raimundo de Peñafort, en la que había mucha labor que hacer no solo dentro de la
propia comunidad, de reanimación de grupos, sino en una barriada poco amiga de
ir a la iglesia, con conflictos continuos entre payos y gitanos, con mucha
falta de cultura y muy estigmatizados por ser de donde son.
Y allí estaba
el padre Franco, con sus 71 años, de vuelta a sus niños y jóvenes más
necesitados y abandonados, «su pasión, y al que ellos adoraban porque era
amable y afable». Porque la misión de los josefinos es esa, la educación y la
atención a los chicos pobres y abandonados siguiendo otra de las máximas del
padre Murialdo: «Jugar, aprender y rezar», y por ese orden. Los comienzos
fueron duros, «esto era más árido que el desierto», cuenta el párroco, así que
les tocó patear las calles, una Iglesia en salida en toda regla: «Para llegar a
esta gente hay que tener aguante, hay que salir mucho, saludar, ir llamando de
casa en casa». Hasta hicieron buzoneo con anuncios de las actividades de la
parroquia.
Si no se
hubiera muerto ahora, el padre Franco habría disfrutado este verano del tercer
campamento urbano que organizaba con los niños y jóvenes de la parroquia, por
los que «se desvivía», ayudado por un «grupo de monitores, algunos del colegio
Tajamar, porque Franco también tenía mucho olfato para la gente que podía
ayudar en la parroquia, y los formaba». Y también hubiera disfrutado del gran
sueño que tuvo nada más llegar a San Raimundo y que tendrá que ver ya inaugurado
desde el cielo: un campo de futbito dentro de los terrenos parroquiales, que
consiguió poner en marcha gracias a Cáritas y a donativos que solicitó a
decenas de parroquias.
Él valía por
diez
Las exequias
del padre Franco cumplieron con la norma establecida: además de dos
enterradores y un operario de grúa, asistieron un padre de un niño de
catequesis, una catequista, otro sacerdote, y el oficiante, el padre Juan José.
Gente de su parroquia, porque el padre Franco hacía familia: «Los lunes los niños
vienen a catequesis, y Franco, a aquellos padres que se quedan –y a los que
también catequizaba–, les llevaba café, alguna pasta, de vez en cuando tiramisú
que hacía él mismo… Siempre tuvo el afán de acercarse a la gente, y siempre lo
hacía siguiendo otro de los lemas murialdinos, inspirado en San José: “Haced y
callad”», explica el párroco.
Dicen que se
muere como se vive, y así ha sido en el caso de este sacerdote josefino, no
sólo por la sencillez del entierro sino también porque «murió con paz y bien preparado:
en el hospital, cuando todavía estaba consciente, comulgaba y recibió la
Unción». «Concédenos la alegría que tú tenías y haznos trabajar por los niños
pobres y abandonados como tú», pidió el padre Juan José. Y del alma le salió
otra súplica al cielo: «Como él valía por diez, que nos mande otros diez
josefinos; si no, no sé qué vamos a hacer en El Pozo».
No faltó en su
despedida, que fue retransmitida por YouTube en directo fundamentalmente para
que pudieran asistir sus hermanas desde Italia, una de sus canciones favoritas,
que «a él le encantaba cuando hacía entierros» y que dice cosas como «que se
acaben las lágrimas en nuestro hogar porque hay otra vida, Dios nos la da». Una
vida que le estará permitiendo al padre Franco, al que le costaba respirar en
sus últimos días por la neumonía bilateral tan característica de la COVID-19,
«respirar el aire puro de las Dolomitas del cielo», esas montañas que tanto le
gustaban como buen scout que era, «el federado número 4 en España, en el año
1979».
Un hombre
apasionado, de voz firme y grave, y con carácter –«de armas tomar, pero si se
enfadaba, a los dos minutos volvía a hacer las paces»– que «era extraordinario
en lo ordinario de cada día siendo fiel al lema josefino “haced el bien, pero
hacedlo bien”, nada de ser chapucero». De hecho, no lo fue con nada en su vida,
«era un hombre del Renacimiento, ¡sabía de todo! Y si no sabía una cosa, la
aprendía. Lo último que hizo antes de ingresar en el hospital fue podar unos
olivos que tenemos en la parroquia, y él se empeñó porque me dijo que había
hecho un curso de poda en sus años en el País Vasco».
El padre Juan
José ha dejado escrito tras la muerte de Franco: «Diste la vida para servir».
Ya lo dijo el Papa Francisco el Domingo de Ramos: «La vida no sirve si no se
sirve».
Infomadrid / B.
Aragoneses.
Fuente: Alfa y
Omega