Las
vidas se cruzan y se iluminan cuando invitamos a Jesús a vivir con nosotros,
entre nosotros
En este tercer
domingo de Pascua leemos el siempre sorprendente evangelio de los discípulos de
Emaús, que, perdida la esperanza en Jesús, abandonan la Iglesia madre de
Jerusalén para retomar su vida ordinaria. Precisamente, en ese retorno a lo
ordinario, Jesús se presenta, caminando a su lado e interesándose por la
conversación que traen por el camino.
No lo reconocen y lo
tachan de forastero que no sabe lo sucedido. ¡Tremenda ironía de Lucas! Jesús,
¡un forastero!
Llama la atención que, al describir los sucesos, los discípulos
son capaces de narrarlos como si se tratara de un resumen de la fe: Presentan a
Jesús de Nazaret como profeta poderoso, hablan de su condena a muerte y
crucifixión, reconocen que las mujeres no encontraron su cuerpo en el sepulcro
y que los ángeles les habían dicho que estaba vivo, respaldan la confesión de
las mujeres por el testimonio de «algunos de los nuestros» que fueron al
sepulcro pero a él no le vieron. Es una perfecta descripción de los
acontecimientos a la que le falta lo más importante: la fe.
Los discípulos de
Emaús no creen. Comienza entonces Jesús, el forastero que no sabe, a
explicarles las Escrituras y desvelarles su significado último realizado en él
mismo. Él es quien da sentido a la fe. Él es el fundamento del Credo. Por eso,
desgrana los textos que «se referían a él en toda la Escritura». Para ser
forastero, sabía bastante.
El clímax del relato
llega cuando Jesús, haciendo ademán de seguir adelante, una vez llegados a
Emaús, es invitado a quedarse con ellos y cenar, dado que había llegado la
noche. Jesús accede, se sienta a la mesa y, tomando el pan, repite el gesto
inolvidable de la última cena: «pronunció la bendición, lo partió y se lo dio».
Los misterios de Cristo no pertenecen al pasado. Son siempre actuales. De ahí
que el mismo Cristo pueda actualizarlos por su condición de Resucitado. El
sigue vivo.
Hay textos
literarios, poemas, ensayos que hablan de esta presencia cotidiana del Señor,
que camina a nuestro lado. Como camina junto a nosotros en el confinamiento, en
nuestros temores, en el miedo al contagio, en la soledad que dejan los muertos
y en la esperanza de volver a la vida ordinaria. Camina discretamente. A veces
hacemos de Dios un forastero que no se interesa por los problemas del lugar,
por la turbación del hombre que pierde su esperanza. Le contamos nuestras
historias que él escucha pacientemente. Quizás nos falte, como hicieron los de
Emaús, invitarle a pasar a nuestra casa y compartir con él nuestra cena, de
modo que él nos invite a la suya.
En un magnífico
cuadro de Rembrandt sobre Emaús, una mujer prepara al fondo de la escena la
cena para los peregrinos. Pero, mientras tanto, Jesús, en un primer plano lleno
de majestad, está partiendo el pan para sus discípulos. Es la paradoja eterna:
las vidas se cruzan y se iluminan cuando invitamos a Jesús a vivir con
nosotros, entre nosotros. Entonces él, tomando nuestro relato de la vida, lo
hace suyo, no lo desprecia ni lo infravalora, pero nos los devuelve mezclado
con su propio relato, explicando desde la entraña de la fe, todo lo que sucede,
por qué y para qué sucede. Es decir, nos lee la verdadera historia de los
acontecimientos de manera que, al escucharlo, los ojos se abren y lo
reconocemos junto a nosotros, sentado a la mesa y partiendo para nosotros el
pan. Deja de ser forastero para ser compañero de camino.
+ César Franco
Obispo de Segovia.