El
día dieciocho de enero comenzaba la semana de oración por la unidad de los
cristianos que concluye con la fiesta de la conversión de san Pablo, el día 25
La importancia que la Iglesia
da a la unidad de los cristianos —lo que llamamos ecumenismo— responde a la
ferviente súplica que Jesús dirige al Padre en la última cena: que todos seamos
uno. Jesús intuyó que su Iglesia sufriría desde sus comienzos los desgarrones
de la división, la herejía y el cisma.
Ya en los escritos del Nuevo
Testamento encontramos llamadas a la unidad provocadas por las divisiones entre
los cristianos. «He oído —escribe Pablo a los corintios— que cuando se reúne
vuestra asamblea hay divisiones entre vosotros» (1Cor 11,18). Estas divisiones
aparecen en la primitiva Iglesia de Jerusalén entre los cristianos de lengua aramea
y griega y en las disputas que provocaron la convocatoria del Concilio de
Jerusalén para determinar si los paganos debían circuncidarse o no.
La imagen idílica que a veces
se tiene de la Iglesia primitiva se derrumba enseguida si leemos detenidamente
el Nuevo Testamento. La aspiración a ser un solo corazón y una sola alma
chocaba con los obstáculos típicos de la condición humana: errores en la
doctrina, afán de protagonismo, división en la asamblea al olvidar que ni
Pablo, ni Pedro ni Apolo han sido los protagonistas de la redención, sino sólo
Cristo. Se entiende, pues, que Jesús pidiera al Padre la unidad de todos los
suyos.
Interesa subrayar que esta
unidad no es un falso pacifismo que guarda las formas de la convivencia
mientras el corazón se aparta de la verdad revelada y de la comunión efectiva
de todos en Cristo. Sólo la unidad en Cristo hace posible que el mundo crea,
según dice el mismo Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en
ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
has enviado» (Jn 17,21). Sabemos bien que, cuando la sociedad nos contempla
divididos, esgrime este hecho como argumento para no unirse a los cristianos.
De ahí que la Iglesia, desde
el Concilio Vaticano II, esté realizando, a través del ministerio de los Papas
y del trabajo de muchos cristianos, una labor ecuménica de primer orden. Desde
el abrazo del papa Pablo VI con el patriarca griego Atenágoras han sido muchos
los encuentros dirigidos a buscar la unidad. El papa Francisco ha repetido con
frecuencia que la unidad es un don del Espíritu, artífice de la comunión
eclesial. Pero el Espíritu se mueve con mediaciones humanas en las que todos
entramos cuando sabemos mirar a los cristianos de otras confesiones y
comunidades cristianas como hermanos nuestros que aspiran a recitar el mismo
Credo y celebrar la única eucaristía.
Tampoco debemos olvidar que la
unidad de la Iglesia sufre ataques internos dentro de la Iglesia católica
cuando ponemos en entredicho verdades de fe o nos apartamos de la Tradición
católica interpretada por el Magisterio de la Iglesia. Las críticas internas y
públicas a la Iglesia, a los contenidos de la fe revelada, y la falta de
adhesión al Magisterio del Vicario de Cristo, en cuestiones de fe y de moral,
minan lenta pero eficazmente la comunión eclesial.
También si descendemos a las
comunidades cristianas y parroquias, encontramos el germen de división, que el
enemigo siembra gustosamente en el campo de la Iglesia: críticas,
murmuraciones, alejamiento de la comunidad son signos de un espíritu de orgullo
y soberbia que nos impide reconocer que en la Iglesia toda reforma empieza por
uno mismo y su adhesión a Cristo, por la conversión diaria y por el amor al
Cuerpo de Cristo del que todos nosotros somos miembros.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia