Todos estamos llamados a ser santos
Dominio público |
“En aquel tiempo, al ver Jesús el
gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se
pudo a hablar enseñándolos:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos
es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la
Tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los
que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Dichosos los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando
os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad
alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mateo
5,1-12).
I. Alegrémonos todos en el Señor, al
celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos: de esta solemnidad se
alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios.
La fiesta de hoy recuerda y propone a la
meditación común algunos componentes fundamentales de nuestra fe cristiana
señalaba el Papa Juan Pablo II. En el centro de la liturgia están sobre todo
los grandes temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la
salvación, de la fuente de toda santidad que es Dios mismo, de la esperanza
cierta en la futura e indestructible unión con el Señor, de la relación
existente entre salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde
ahora caracteriza a aquellos que se hallan en las condiciones descritas por
Jesús.
Pero la clave de la fiesta que hoy
celebramos «es la alegría, como hemos rezado en la antífona de entrada:
Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos
los Santos; y se trata de una alegría genuina, límpida, corroborante, como la
de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias
raíces...». Esta gran familia es la de los santos: los del Cielo y los de la
tierra.
La Iglesia, nuestra Madre, nos invita
hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con
dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa
muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y
lengua, según nos recuerda la Primera lectura de la Misa. Todos están marcados
en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del
Cordero. La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el
hombre, para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia
renovada y acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.
Muchos Santos de toda edad y condición
han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en
algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como
necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable
que alcanzó el Cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría,
sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron
entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: oficinistas,
labriegos, catedráticos, comerciantes, secretarias...; también tuvieron
dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como
nosotros procuramos hacer, y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en
el Santoral.
A la luz de la fe, forman «un grandioso
panorama: el de tantos y tantos fieles laicos a menudo inadvertidos o incluso
incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con
amor por el Padre, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad
de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor;
son los humildes y grandes artífices por la potencia de la gracia, ciertamente
del crecimiento del Reino de Dios en la historia». Son, en definitiva, aquellos
que supieron «con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la
santificación que recibieron» en el Bautismo.
Todos hemos sido llamados a la plenitud
del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a
recomenzar siempre que sea preciso, porque «la santidad no depende del estado
soltero, casado, viudo, sacerdote, sino de la personal correspondencia a la
gracia, que a todos se nos concede». La Iglesia nos recuerda que el trabajador
que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de familia dedicada
a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha designado, deben
santificarse cumpliendo fielmente sus deberes.
Es consolador pensar que en el Cielo,
contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún
tiempo aquí abajo, y con las que seguimos unidos por una profunda amistad y
cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con
alegría y acudimos a su intercesión.
Hacemos hoy nuestra aquella petición de
Santa Teresa, que también ella misma escuchará, en esta Solemnidad: «¡Oh
ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad
tan deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para
los que acá perecemos de sed».
II. En la Solemnidad de hoy, el Señor nos
concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra
madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia
ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados
por la gloria de los Santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia,
encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.
Nosotros somos todavía la Iglesia
peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese
tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios.
Hemos oído la invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí...
Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el
Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando
aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural:
ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos,
viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el
rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación trato de
amistad con nuestro Padre Dios podemos y debemos adquirirla a través de las
cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía,
pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos
los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre
celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo
supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a
los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas».
¿Qué otra cosa hicieron esas madres de
familia, esos intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el Cielo?
Porque a él queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos
importa. Esta santa decisión tiene mucha importancia para los demás. Si, con la
gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo, no iremos solos:
arrastraremos a muchos con nosotros.
Quienes han llegado ya, procuraron
santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron
fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer
nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las
personas que Dios ha querido poner a nuestro lado.
III. Muchos de los que ahora contemplan la
faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a su paso por la tierra, de realizar
grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes diarios, sus
pequeños deberes diarios. Tuvieron quizá errores y faltas de paciencia, de
pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero amaron la Confesión, y se
arrepintieron, y recomenzaron. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos,
porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo
contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la
misericordia divina.
Todos conocieron, en mayor o menor
grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les
costaba; sufrieron fracasos y éxitos. Quizá lloraron, pero conocieron y
llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy también nos trae la
Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y
Yo os aliviaré. Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a verle y a estar
con Él junto al Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con Él.
Los bienaventurados que alcanzaron ya el
Cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común
distintivo: vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho:
en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros. Ésta
es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la presencia de
Dios.
Nosotros nos encontramos caminando hacia
el Cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que es grande y nos
mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que
tenemos, especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.
Allí nos espera una multitud incontable
de amigos. Ellos «pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz del ejemplo
brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que
hacer, sino también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y
sabias, mientras las nuestras son tan débiles y ciegas.
Cuando os asoméis en una noche de
noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los
innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos...». Nos llenará
de esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la Virgen para
darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos seres
queridos como allí nos aguardan.
Fuente: Almudi.org