En
un escrito inédito, Francisco enfatiza el papel de la oración en la vida
cristiana
En "La oración. El aliento de la vida nueva", el
Papa Francisco reflexiona
acerca de esta acción esencial para la vida de los
cristianos y la Iglesia
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El texto, del que el periódico Avvenire ha
publicado un extracto, está contenidoen el volumen "La Oración. El aliento de la vida
nueva", publicado por la Librería Editorial Vaticana.
Es uno de los dos libros del Papa Francisco que serán
publicados este jueves 24 de octubre. Se trata de "La Oración. El aliento
de la vida nueva", un volumen que contiene discursos del Santo Padre
acerca de este rasgo esencial de la vida cristiana, en particular sobre la
plegaria del "Padre Nuestro". Pero el texto, además, incluye
novedades, ya que posee material inédito escrito por el Pontífice especialmente
para esta edición.
Esta obra - presentada en la Feria Internacional del
Libro de Fráncfort- se difundirá a partir de este jueves en Italia y Francia
con un prefacio del Patriarca de Moscú, Kirill. Ese mismo día también saldrá a
circulación “Nuestra Madre Tierra”, otro volumen con reflexiones de Francisco
acerca de la defensa del medioambiente y la promoción de una vida digna para
cada ser humano.
Ofrecemos a continuación un extracto del texto inédito
del libro del Papa Francisco, "La Oración. El aliento de la vida
nueva".
El aliento de
la vida nueva*
*Texto inédito del Papa Francisco
El bautismo es el comienzo de la vida nueva.
Pero, ¿qué significa vida nueva?
La vida nueva del bautismo no
es nueva como cuando cambiamos de trabajo o nos mudamos a otra
ciudad y decimos: Comencé una vida nueva. En estos casos, por
supuesto, la vida cambia, tal vez mucho, es diferente de la anterior: mejor o
peor, más interesante o agotadora, según el caso. Las condiciones, el contexto,
los compañeros de trabajo, los conocidos, tal vez incluso las amistades, la
casa, el salario, son diferentes. Pero no es una vida nueva, es la misma vida
que continúa.
La vida nueva del bautismo también es
diferente del vivir un cambio radical de nuestros sentimientos por un
enamoramiento o una desilusión, una enfermedad, un imprevisto importante.
Cosas como estas pueden ocurrirnos como un terremoto,
tanto interior como exteriormente: pueden cambiar los valores, las opciones de
fondo: afectos, trabajo, salud, servicio a los demás... Tal vez, primero se
pensaba en una carrera, pero luego se empieza a hacer un trabajo voluntario,
¡incluso a hacer de la propia vida un don para los demás! Primero no se pensaba
en construir una familia, y luego se experimenta la belleza del amor conyugal y
familiar.
También estos cambios, que son grandes y
extraordinarios, todavía son “solo” transformaciones. Son modificaciones que
nos llevan a una vida más bella y dinámica, o más difícil y agotadora. No es
casualidad que cuando los relatamos siempre usamos el más y el menos. Decimos
que han hecho nuestra existencia más bella, más alegre, apasionante. Es porque
todavía estamos haciendo comparaciones entre cosas más o menos similares. Es
como si estuviéramos midiendo las cosas en una escala de valores. La vida antes
era alegría 5, ahora es alegría 7; la salud antes era 9, ahora es 4. ¡Los
números cambian, pero no la sustancia de la vida!
Pero la vida nueva del bautismo no es
nueva solo en comparación con el pasado, con la vida precedente, con la vida de
antes. Nueva no significa reciente, no significa que haya
habido una modificación, un cambio.
La vida de Dios es comunión y se nos da como amistad
La vida nueva de la que habla san
Pablo en sus cartas nos recuerda el mandamiento nuevo de Jesús
(cf. Jn 13,34); nos recuerda el vino nuevo del
Reino (cf. Mc 14, 29), el cántico nuevo que
los salvados cantan ante el trono de Dios (cf. Ap 5,9):
realidades definitivas, diríamos, con una palabra teológica, escatológica.
Así, entendemos que para la vida nueva no
es posible hacer comparaciones. ¿Se puede comparar la vida y la muerte, o la
vida antes y después del nacimiento? Cristo no se hizo uno de nosotros, no
vivió su Pascua de pasión, muerte y resurrección para “mejorar” nuestra vida,
para hacerla más bella, más sabrosa, más larga, más intensa, fácil o feliz. Él
vino -como nos dijo- para que tengamos vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
Esta es la vida nueva, la vida que Dios Padre nos da
en el bautismo. Es nueva porque es otra vida comparada con la
nuestra, porque es precisamente Suya, es la vida misma de Dios. ¡Este es el
gran regalo que Jesús nos ha dado y que nos da! Participar del amor del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Participar del amor que Ellos tienen por todos
los hombres y por toda la creación. ¡La vida nueva es la vida de Dios que nos
ha sido dada!
Los cristianos siempre hemos buscado imágenes y
símbolos para expresar este don inmenso. Somos muchos, diferentes y, sin
embargo, somos uno, somos la Iglesia. Y esta unidad es aquella del amor, que no
obliga, no humilla, no nos limita, sino que nos fortalece, nos edifica a todos
juntos y nos hace amigos.
Jesús tiene una bella expresión en el Evangelio: “Esta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú
has enviado” (Jn 17,3). Él mismo nos dice que la vida verdadera es
el encuentro con Dios; y que el encuentro con Dios es el conocimiento de Dios.
Sabemos, pues, por la Biblia que no se conoce
a una persona solo con la cabeza, porque conocer significa amar. Y
esta es la vida de Dios que se nos da: el amor que se hace nuestro, y que poco
a poco nos hace crecer, gracias al Espíritu Santo (Rm 5,5), e
ilumina incluso nuestros pequeñas “gracias, ¿puedo?, perdón” de cada día.
Aunque las palabras son inadecuadas, se puede decir
que la vida nueva es darse cuenta de la pertenencia a Alguien, de
pertenecer a Alguien y, en Él, de pertenecer a todos.
Pertenecer significa que cada uno es para el otro.
Esto me recuerda lo que dice la esposa del Cantar de
los Cantares: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 2,16).
Es así como el Espíritu Santo día tras día lleva a cumplimiento la oración de
Jesús al Padre: “No ruego solo por ellos, sino también por los que, gracias a
su palabra, creerán en mí: Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo
en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 17,20-21).
Una de las imágenes más antiguas -ya utilizada por san
Pablo- para expresar esta pertenencia, esta con-vida, es la
del cuerpo, cuya Cabeza es Cristo y cuyos miembros somos nosotros
“Ahora vosotros sois el cuerpo de Cristo y, cada uno según su parte, sus
miembros”, 1Co 12, 27).
El
símbolo del cuerpo
En el cuerpo humano hay algunas funciones
esenciales, como los latidos del corazón y la respiración.
Me
gusta imaginar que la oración personal y comunitaria de nosotros cristianos es
el aliento, el latido del corazón de la Iglesia, que infunde su fuerza al
servicio de quien trabaja, estudia, enseña; que hace fecundo el conocimiento de
las personas instruidas y la humildad de los sencillos; que da esperanza a la
tenacidad de quien lucha contra la injusticia.
La
oración es nuestro sí al Señor, a su amor que nos alcanza; es acoger al
Espíritu Santo que, sin jamás cansarse, derrama amor y vida sobre todos.
San
Serafín de Sarov, gran maestro espiritual de la Iglesia rusa, decía: “Adquirir
el Espíritu de Dios es, pues, el verdadero fin de nuestra vida cristiana, hasta
el punto de que la oración, las vigilias, el ayuno, la limosna y otras acciones
virtuosas hechas en nombre de Cristo no son sino medios para este fin”(1) . Uno
no siempre es consciente de la respiración, pero no se puede dejar de respirar.
(1)
San Serafín de Sarov, Conversación
con Motovilov
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