No mirar atrás
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II. No
se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado.
III. Cada
hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado.
“Cuando se iba cumpliendo el
tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y
envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaria para
prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: -Señor,
¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos? Él se volvió y
les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno: -Te seguiré adonde
vayas. Jesús le respondió: -Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido,
pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
A otro le dijo: -Sígueme. El respondió: -Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: -Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Otro le dijo: -Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: -El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios” (Lucas 9,51-62).
A otro le dijo: -Sígueme. El respondió: -Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: -Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Otro le dijo: -Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: -El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios” (Lucas 9,51-62).
I. Las lecturas de la
Misa nos ayudan a meditar las exigencias que la propia vocación lleva consigo
en el servicio a Dios y a los hombres. La Primera lectura muestra cómo Elías es
enviado por Dios desde el Horeb, para que consagrara como profeta de Yahvé a Eliseo.
Bajó Elías del monte y encontró a Eliseo arando; pasó a su lado y le echó
encima el manto, indicando con este gesto que Dios lo tomaba a su exclusivo
servicio. Eliseo respondió con prontitud y con plenitud, sin dejar atrás nada
que le retuviera: cogió la yunta de bueyes y los mató, hizo fuego con los
aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente. Luego se levantó y marchó
tras Elías...
San Lucas nos presenta en el Evangelio de la Misa a tres
personas que pretenden seguir al Señor. El primero se acerca a Jesús mientras
iban de camino en ese largo viaje, el último, hacia Jerusalén y hacia el
Calvario. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen excelentes: te
seguiré adonde quiera que vayas, le dice al Maestro. Y ante esta muestra de
generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de vida que le espera si
de verdad le sigue, para que luego no se llame a engaño. La misión de Cristo es
un ir y venir constante, predicando el Evangelio y dando la salvación a todos,
y no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha de ser la vida de los que le sigan:
han de estar desprendidos de las cosas y su disponibilidad ha de ser completa.
Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme, le dice.
Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro quiere oír
la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más oportuno, porque le
retiene un asunto familiar. No se da cuenta de que, cuando Dios llama, ése es
precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia, miradas con ojos humanos
las circunstancias que rodean una vocación, puedan encontrarse razones que
aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios tiene unos planes más
altos para el discípulo y para quienes, aparentemente, saldrían perjudicados
por su marcha.
Tiene todo dispuesto desde la eternidad para que de esa elección
resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien siga a Cristo ha de ser
pronta, alegre, desprendida, sin condiciones. Dilatar la entrega ante Jesús que
pasa a nuestro lado puede significar que más tarde, cuando intentemos de nuevo
darle alcance, ya no lo encontremos. El Señor sigue su camino. Es grave ceder a
la «tentación de las dilaciones» ante la entrega que pide Cristo.
Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares circunstancias.
Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con prontitud, con
desasimiento, sin condiciones, a la peculiar vocación que Cristo nos ha dado.
II. El tercero de los
discípulos (sólo San Lucas lo menciona) quiere volver atrás para despedirse de
los suyos. Quizá desea estar un tiempo, el último, con los de su familia. Éste
parece que ya «ha puesto la mano en el arado», que está decidido a seguir al
Maestro. Pero la llamada del Señor siempre urge porque la mies es mucha y los
operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean porque no hay quien las
recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la entrega, todo es lo
mismo. Jesús le dice: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es
apto para el Reino de Dios.
La nueva labor del que es llamado es como la del arado
palestino, que es difícil de guiar y más aún en la tierra dura de las orillas
del lago de Genesaret. No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano
en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor.
Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en Jesús,
como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en otros asuntos: sólo
le importa la meta; como el labrador que se fija en un punto de referencia y
hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale torcido.
A veces, la tentación de mirar atrás puede llegar a causa de las
propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente con los compromisos
contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo
son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un
valor fundamental de la persona; en otras ocasiones puede llegar esa tentación
a causa de la falta de esperanza, al ver la santidad como lejana a pesar de los
esfuerzos, de luchar una y otra vez. «Después del entusiasmo inicial, han
comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. -Te preocupan los
estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de
que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida.
»Te daré un medio seguro para superar esos temores -¡tentaciones
del diablo o de tu falta de generosidad!-: "desprécialos", quita de
tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte
siglos: "¡no vuelvas la cara atrás!"». Por el contrario, en esas
situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, hemos de mirar a Cristo que nos
dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre que nuestra mirada se dirige a Jesús
adelantamos un buen trecho en el camino. «No existe jamás razón suficiente para
volver la cara atrás».
«Mirar atrás -enseña San Atanasio- no es sino tener pesares y
volver a tomarle gusto a las cosas del mundo». Es la tibieza, que se introduce
en el corazón de quien no tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber
llenado el corazón de Dios y de las cosas nobles de la propia vocación.
Mirar atrás, a lo que se dejó, «a lo que pudo ser», con
nostalgia o tristeza puede significar en muchos casos romper la reja del arado
contra una piedra, o por lo menos que el surco, la misión encomendada, salga
torcido... Y en la tarea sobrenatural a la que el Señor nos llama a todos, lo
que está en juego son las almas.
Nosotros queremos sólo tener ojos para mirar a Cristo y todas
las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo responsorial de la
Misa: El Señor es mi lote y mi heredad. Me enseñarás el sendero de mi vida, me
saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. «El sendero
de la vida» es la propia vocación, que hemos de mirar con amor y
agradecimiento.
III.
El Espíritu Santo ha querido, a través de San Lucas, señalarnos las palabras a
estos tres discípulos para que las apliquemos a la llamada que hemos recibido
de Dios.
El hombre se define por la vocación recibida. Cada hombre es
aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro sentido
que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. «El hombre se
realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre
él tiene Dios».
Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a
conocer a Dios, a reconocerle como fuente de vida, una invitación a entrar en
la intimidad divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de
Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones
teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres
como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera
radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado
fecundo y hacer que conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha
de realizar en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha
colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponde
desarrollar.
La fidelidad a la propia vocación lleva consigo responder a las
llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se trata de una
fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las
alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con firmeza aquello
que de alguna manera significa mirar donde no podemos encontrar a Cristo.
La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales,
sin las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para
reconocer que ‑como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro de
Daniel‑ tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que son
consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden
encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la
templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento,
a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del
Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo,
como al Amigo de toda la vida. «El que no deja de ir adelante -enseña Santa
Teresa‑, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino
dejar la oración».
Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no deseamos
otra cosa en la vida que seguirle de cerca en las horas buenas y en las malas.
Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al que se
dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría rota y
descentrada.
Acudamos al terminar nuestra oración a la Virgen fidelísima,
nuestra Madre Santa María.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org