Hasta en la prueba más dura, Dios deja «signos» para que la razón no
tenga que claudicar
La fe no es un sentimiento
irracional. Dotado de razón, el hombre no hace un acto de fe —humana o
religiosa— apoyado en su mera subjetividad. La fe no se justifica en uno mismo.
Siempre hay algo externo al hombre que posibilita el acto de fe: un
acontecimiento, una experiencia, algo que se acoge y percibe fuera de nosotros
mismos.
Cuando decimos que creemos
en alguien, es porque tenemos experiencia de que es digno de fe, creíble. El
amor, la confianza, es la base de esta experiencia de fe humana. Se ha dicho
que «sólo el amor es digno de fe».
Las apariciones del
Resucitado fundamentan la fe de los apóstoles. Fueron actos percibidos por los
sentidos. Los racionalistas quieren explicarlas como alucinaciones,
autosugestiones. Pero sabemos bien que ellos no creían en la resurrección para
convencerse a sí mismos de que Jesús había resucitado. Menos aún, Pablo de
Tarso que perseguía a los seguidores de Cristo. Para superar este obstáculo, se
recurre a una insolación en el desierto que le hizo creer que vio al
Resucitado. Demasiada fantasía para ser creída.
Las apariciones, tal como
aparecen en los evangelios, son actos de Cristo que se muestra, que «se hace
ver». Es el Resucitado quien se muestra, se impone desde fuera y entra allí
donde se encuentran reunidos los suyos, estando las puertas cerradas. Se deja
ver, oír, y hasta tocar, como sucede a Tomás, que se negaba a creer si no
tocaba las llagas de sus manos y del costado. Se trata, pues, de algo
perceptible, que ocurre como puro don del Resucitado.
Por eso, los apóstoles
fundamentan su fe en el hecho de haber visto a Jesús, de haber comido y bebido
con él después de resucitar de entre los muertos. Y la primera carta de Juan
comienza con un prólogo que no deja lugar a dudas sobre esta experiencia
comunitaria que sostiene la fe de la Iglesia: «Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo
que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la Vida, pues la
Vida se hizo visible […] os lo anunciamos, para que estéis en comunión con
nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1,1-3).
Esta experiencia no es una
ilusión irracional. Dios respeta al hombre dotado de inteligencia y no le exige
que se comporte de modo absurdo. Puede probarnos en la fe, ciertamente, pero
nunca lo hará sin atender las exigencias de la razón. Hasta en la prueba más
dura, Dios deja «signos» para que la razón no tenga que claudicar. Otra cosa es
que el hombre pida a la razón más de lo que ella pueda dar. Las apariciones del
Resucitado, además, son «necesarias» para que los apóstoles fueran testigos
veraces que la fe que predicaban. Y un testigo es siempre alguien que ha
constatado la realidad que testifica.
Veamos el ejemplo de las
dudas de Tomás, cuyo evangelio leemos hoy. Las dudas de Tomás parten de una
desconfianza inicial, injustificada, en la comunidad apostólica. Podemos decir
que Tomás, al negarse a creer, ha roto la comunión con su grupo, que le
atestigua haber visto al Señor. No confía en los apóstoles de los que forma
parte. Se aísla en su subjetividad. Tiene que venir el Señor a sacarle de su
actitud desconfiada, incrédula. Su postura era irracional, puesto que tenía
motivos para la confianza.
La presencia de Jesús resucitado se le impone de
modo irrefutable. No solamente ve, sino que es invitado a tocar. El reproche de
Cristo vale para todos los que exigen pruebas «físicas». Los demás apóstoles
también habían creído porque había visto. La aparición a Tomás da un salto
cualitativo: Jesús le permite tocar para cumplir así con la exigencia de una
razón que, a pesar de los signos, sólo se fiaba de sí misma.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia