Voy a tratar de
describirla
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En
la distancia del horizonte el sol anuncia la llegada de un nuevo día. Un
amanecer que trae los tímidos olores y colores de la mañana. Las hojas de los
árboles de los tonos más diversos son impulsadas por una leve brisa dejando
atravesar la luz del sol hasta posarse sobre la tierra mojada. Las gotas de
rocío resbalan delicadamente desde los pétalos de una flor hasta caer en un
estanque provocando en sus aguas ondas que se siguen unas a otras.
A
lo lejos el canto desordenado de los pájaros, el sonido delicado de las alas de
los insectos, la majestuosidad, la gracia, la elegancia y la libertad de un
sinfín de animales que habitan pacíficamente en este lugar.
Los
ríos atraviesan todo el paisaje, sus aguas corren sin descanso agitadas por
llegar a alguna parte. Y en la distancia, alzándose cual fortaleza queriendo
alcanzar el cielo, la majestuosidad de una montaña. En la cima, la criatura más
perfecta, más solemne, más exquisita: el ser humano.
Para
él ha sido creado el cielo y la tierra con todo lo que contiene, para que,
según el plan de nuestro creador, domine a toda criatura que lo rodea haciendo
de esta creación un lugar más perfecto y más grandioso bajo el brazo de su
Dios, que lo arropa y le susurra al oído: “crece”.
A
este hombre, Dios, su Padre lo instruye en los secretos de su creación, la
tierra le ofrece todos sus frutos sin esfuerzo alguno, los animales le obedecen
y le sirven con fidelidad.
Pero
la sombra de un hombre no es lo único en aquella montaña, lo sigue muy de cerca
una mujer complemento perfecto de esa naturaleza humana.
El
ser humano ha sido creado en dos versiones que complementándose encarnan la
plenitud de la imagen y semejanza de su Dios.
Un
Dios que los ama.
El
hombre observa a la mujer y ve en ella a su todo. Ella lo observa y reconoce la
finalidad última de su amor, la unidad, la perfección, la santidad de esa
unidad.
Él
se sabe amado y ella se sabe amada hasta la última fibra de su carne y de su
espíritu. Juntos, han aprendido a ser “una sola carne” y esta experiencia de
unidad de sus cuerpos y en su espíritu ha dado el fruto más exquisito de su
existencia: sus hijos.
Este
primer núcleo de amor ha sido abrazado por Dios, protegido como lo más sagrado
de toda Su creación.
Dios
deseó que llevaran su naturaleza espiritual y no dudó en depositar en ellos
esta naturaleza. Les recuerda en lo más hondo de su ser, a Quien pertenecen.
Guardo
en mí el conocimiento de Dios. Lo conozco, lo amo, y veo que esa naturaleza de
amor lo atraviesa todo.
Sé
que Dios ha tejido delicadamente cada centímetro de mi carne, procurándome el
calor, las sustancias y los caminos para que mi cuerpo pueda desarrollarse.
Además,
en mi alma, que Él me dio, establece su morada para no separarse jamás de mí.
Dios
me ama hasta el extremo.
Comprendo
el sentido profundo de toda mi existencia. Logro conmoverme con mi vida, con la
perfección de su amor y con ese cielo que cambia incesantemente regalándome el
día y la noche, revelándome a mis ojos la belleza de los astros más luminosos.
Dios
no ha escatimado en nada, no se ha guardado nada, me lo ha dado todo. Sé
distinguir que mi pequeñez en manos de mi creador es grandeza. Me sé amada.
Sobre
la cumbre de aquella montaña, comprendo que Dios es uno, que la gloria es
absolutamente Suya, la eternidad es Suya.
Atravesando
la vida de pie, solo encuentro una manera para reconocer esa grandeza.
Conmovida y estremecida hasta el extremo, sobre aquella cumbre, ante la
majestuosidad del firmamento y la mirada de Dios, me pongo de rodillas y acepto
el tesoro de ese amor indescriptible diciendo:
“Yo seré tu Pueblo y tu
serás mi Dios”.
Lorena
Moscoso
Fuente:
Aleteia