En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes
Tras
bendecir las velas en el Santuario de Fátima, e instantes antes de comenzar el
rezo del Santo Rosario, el Papa Francisco dirigió
unas palabras a los cientos de miles de fieles y peregrinos congregados en el
lugar, y recordó que “si queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos”.
A
continuación, el texto completo de las palabras del Papa Francisco en la
vigilia de la Capilla de las Apariciones:
Queridos
peregrinos de María y con María.
Gracias
por recibirme entre vosotros y uniros a mí en esta peregrinación vivida en la
esperanza y en la paz. Desde ahora, deseo asegurar a los que os habéis unidos a
mí, aquí o en cualquier otro lugar, que os llevo en mi corazón.
Siento
que Jesús os ha confiado a mí (cf. Jn 21,15-17), y a todos os abrazo y os
confío a Jesús, «especialmente a los más necesitados» —como la Virgen nos
enseñó a pedir (Aparición, julio de 1917)—. Que ella, madre tierna y solícita
con todos los necesitados, les obtenga la bendición del Señor.
Que,
sobre cada uno de los desheredados e infelices, a los que se les ha robado el
presente, de los excluidos y abandonados a los que se les niega el futuro, de
los huérfanos y las víctimas de la injusticia a los que no se les permite tener
un pasado, descienda la bendición de Dios encarnada en Jesucristo: «El Señor te
bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El
Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).
Esta
bendición se cumplió plenamente en la Virgen María, puesto que ninguna otra
criatura ha visto brillar sobre sí el rostro de Dios como ella, que dio un
rostro humano al Hijo del Padre eterno; a quien podemos ahora contemplar en los
sucesivos momentos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de su vida,
como recordamos en el rezo del Rosario. Con Cristo y María, permanezcamos
en Dios.
En
efecto, «si queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos, es decir, hay
que reconocer la relación esencial, vital y providencial que une a la Virgen
con Jesús, y que nos abre el camino que nos lleva a él» (Pablo VI, Homilía en
el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria, Cagliari, 24 abril 1970). De este
modo, cada vez que recitamos el Rosario, en este lugar bendito o en cualquier
otro lugar, el Evangelio prosigue su camino en la vida de cada uno, de las
familias, de los pueblos y del mundo.
Peregrinos
con María... ¿Qué María? ¿Una maestra de vida espiritual, la primera que siguió
a Cristo por el «camino estrecho» de la cruz dándonos
ejemplo, o más bien una Señora «inalcanzable» y por tanto inimitable? ¿La
«Bienaventurada porque ha creído» siempre y en todo momento en la palabra
divina (cf. Lc 1,45), o más bien una «santita», a la que se acude para
conseguir gracias baratas?
¿La
Virgen María del Evangelio, venerada por la Iglesia orante,
o más bien una María retratada por sensibilidades subjetivas, como deteniendo
el brazo justiciero de Dios listo para castigar: una María mejor que Cristo,
considerado como juez implacable; más misericordiosa que el Cordero que se ha
inmolado por nosotros?
Cometemos
una gran injusticia contra Dios y su gracia cuando afirmamos en primer lugar
que los pecados son castigados por su juicio, sin anteponer —como enseña el
Evangelio— que son perdonados por su misericordia. Hay que anteponer la
misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se
realiza a la luz de su misericordia. Por supuesto, la misericordia de Dios no
niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro
pecado junto con su castigo conveniente.
Él
no negó el pecado, pero pagó por nosotros en la cruz. Y así, por la fe que nos
une a la cruz de Cristo, quedamos libres de nuestros pecados; dejemos de lado
cualquier clase de miedo y temor, porque eso no es propio de quien se siente
amado (cf. 1 Jn 4,18). «Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo
revolucionario de la ternura y del cariño.
En
ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de
los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.
[...] Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los
demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización»
(Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 288). Que seamos, con María, signo y sacramento
de la misericordia de Dios que siempre perdona, perdona todo.
Llevados
de la mano de la Virgen Madre y ante su mirada, podemos cantar con alegría las
misericordias del Señor. Podemos decir: Mi alma te canta, oh Señor.
La
misericordia que tuviste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel la
tuviste también conmigo. Oh Señor, por culpa del orgullo de mi corazón, he
vivido distraído siguiendo mis ambiciones e intereses, pero sin conseguir
ocupar ningún trono. La única manera de ser exaltado es que tu Madre me tome en
brazos, me cubra con su manto y me ponga junto a tu corazón.
Que
así sea.
Fuente: ACI