En el
camino de la Cuaresma, la Transfiguración de Cristo preludia su triunfo sobre
la muerte
La
aspiración más profunda del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es
contemplar a Dios cara a cara. Saciarse con la belleza de su rostro. El pecado
oscurece en ocasiones este deseo y lo relega hasta al olvido y la indiferencia.
Pero está ahí, anclado para siempre en el corazón del hombre. «Al despertar (de
la muerte) me saciaré de tu semblante», dice el salmo 17. En el Antiguo
Testamento se dice que nadie puede ver a Dios y seguir con vida.
El
hombre mortal no puede soportar la luz y la belleza del Dios tres veces santo,
cuya trascendencia desborda los límites de nuestra pequeñez. Cuando Moisés
pidió ver a Dios cara a cara, éste sólo le mostró su espalda. También Elías
tuvo una revelación de Dios, pero no de sí mismo, sino en la suavidad de una brisa
ligera. Ninguno de los dos personajes vio a Dios.
Cuando
Jesús se transfigura en el Tabor, aparecen con él Moisés y Elías hablando de su
muerte. Dice san Marcos que el rostro de Jesús resplandecía como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. Los apóstoles pudieron contemplar a
Dios cara a cara, porque en Jesús se reveló la belleza y la potencia de Dios.
Lo que Moisés y Elías no pudieron ver, ahora se revela a tres testigos. Moisés
y Elías fueron destinatarios de una revelación.
Los
apóstoles, sin embargo, participan en una «epifanía» de Cristo, imagen del
Padre. Por eso dice la voz del cielo: «escuchadlo». Jesús aparece, por tanto,
como la revelación de Dios mismo, de forma que se cumple lo que dice al apóstol
Felipe. Cuando éste le pide a Jesús que les muestre al Padre, recibe esta
respuesta: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre». Los apóstoles vieron en el Tabor
precisamente lo que tantos justos del Antiguo Testamento, incluidos Moisés y
Elías, no pudieron ver: la gloria de Dios. El rostro de Cristo se convierte así
en la manifestación del Padre que se comunica con los hombres a través de la
humanidad de Jesús.
No
es de extrañar que Pedro, ante tanta belleza, dijera: «¡Qué bien se está aquí»!
Es la experiencia de quien saborea la felicidad. Esta plenitud de Pedro se
puede entender, por analogía, desde nuestra experiencia, cuando nos invade la
percepción de una belleza inefable, inasible, que nos trasporta casi fuera del
tiempo, como arrebatados por una fuerza todopoderosa que nos introduce en la
paz y el disfrute del misterio.
Es
el misterio del bien absoluto, de la verdad y la belleza unidas, que se deja
sentir en el gozo sensible. En esos momentos quisiéramos que el tiempo se
parara, interrumpiera su inevitable fluir. Pedro pide hacer tres tiendas, es
decir, tres moradas eternas para disfrutar para siempre del semblante de
Cristo. La nube luminosa que desciende y los cubre con su sombra es el anticipo
de esa tienda eterna, solicitada por Pedro, que nos cubrirá un día en la
intimidad con Dios.
En
el camino de la Cuaresma, la Transfiguración de Cristo preludia su triunfo
sobre la muerte. Quiere confortar a los apóstoles, que serán testigos de su
rostro escupido, abofeteado y sangrante, con el rostro semejante al sol. La
muerte que acecha a Cristo no puede ser impedimento para que crean en él, como
a la postre sabemos que sucedió. Jesús no hace un milagro para darse
satisfacción a sí mismo, mostrando su gloria. Su pedagogía es otra: busca
fortalecer la fe de aquellos tres testigos que corren el peligro de
escandalizarse ante un mesías sufriente.
Por
eso les impone silencio sobre lo que han visto hasta que resucite de ente los
muertos. Pero al mostrarles su rostro glorioso nos reveló a todos el rostro que
contemplaremos pasado el umbral de la muerte: Dios cara a cara.
+
César Franco
Obispo
de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia