Jesús vuelve a encender el
fuego de mi alma cuando casi se apaga
Me gusta adentrarme en
mi historia personal. Recordar mi pasado caminando lentamente por tantos
momentos guardados, sin olvidar nada. Pensar en todo lo que Dios me ha
regalado. En silencio. Agradecido. Pasar la mano acariciando los recuerdos
grabados en el alma. Algunos llenos de luz. Otros más duros.
Me gusta mirar hondo,
aun con miedo a lo que pueda encontrarme, cuando escarbo entre recuerdos. Me
gusta sentir en mis manos el paso paulatino del tiempo. La arena
que se escapa entre mis dedos. Acariciar las piedras desgastadas por el viento,
por la lluvia.
Me gusta recorrer los
lugares sagrados de mi tierra de Schoenstatt, ese valle en Alemania. Que están
llenos de vida, de memorias, de encuentros. De momentos sagrados. De fuego y de
esperanza. De santos que ya no están.
De ese sacerdote joven
que un día vio más allá de su piel, de sus ojos. Buscó en lo profundo de su
alma respuestas a su vida. Se adentró confuso en el mar revuelto de su
historia. Y encontró en María la luz de una mirada de misericordia. Una mano llena de esperanza.
Me gusta encontrar a ese
Padre Kentenich que es mi padre en medio del otoño oscuro de un Santuario. Con
el alma encendida en los recuerdos. Con el deseo verdadero de querer dar la
vida por entero y ser más santo.
Porque he descubierto
que los años no apagan el fuego.Que no son los días que pasan los
que oscurecen la alegría. Que uno puede acumular años en su seno y no
por eso perder la sonrisa, o la inocencia, o la pasión por la vida. No
quiero que mis años me quiten la ilusión de vivir.
Me gusta mirar así mi
historia, como un niño fascinado. Me gusta mirar la historia de este Padre al
que encuentro entre las piedras pulidas por el tiempo. Me gusta mirar mi
historia enterrada en esta tierra de Schoenstatt.
Cruces negras me
recuerdan la entrega entera de la vida. Quiero volver a sacar fuego de las
piedras olvidadas. Y volver a encenderme con el viento que con fuerza me empuja
hacia las cimas.
Me gusta hacer memoria.
Recordar sin nostalgia. Recordar para amar más. Porque el que
olvida deja de amar. Y el que recuerda vuelve a enamorarse con un fuego más
verdadero. Con el corazón joven lleno de heridas, porque ha sufrido, porque se
ha enterrado, porque ha amado.
No importa el tiempo
pasado. Ni los recuerdos cubiertos de polvo. Los desempolvo ahora de un solo
golpe. Y vuelvo a caminar por esos caminos que hollaron los pies de José
Kentenich. Mi Padre.
Ese hombre que no tuvo
reparo en amar hasta el extremo. Y no midió sus fuerzas. Ni calculó sus años.
Ni perdió el fuego con las cruces y reveses de la vida. Y no dejó nunca
de enterrar a los pies de María, todos los días, sus sueños, sus renuncias, sus
amores más hondos y sinceros.
Creo sin dudarlo en el
sentido de una vida entregada por amor. Creo en los corazones apasionados
y verdaderos. Creo en la autenticidad del que se da como es. Sin
tapujos. No creo en los que buscan agradar.
Decía el papa Francisco: “Tengo
alergia de los aduladores. Porque adular a otro es usar a una persona para un
uso, de forma oculta o visible, pero para conseguir algo para sí mismo”.
Me gustan los que no
adulan, los que no quieren agradar, los que son sinceros. Me gusta ese Padre de
corazón veraz, de mirada profunda, de alma enamorada. Me gustan aquellos que no
quieren quedar bien y son libres en su corazón.
Creo
en los que se dan sin miedo, sin buscar su gloria, su fama, su espacio. Creo en los actos de amor
sinceros y generosos. En las palabras llenas de fuerza por estar respaldadas
por la vida.
Quiero recorrer ese
valle verde de mi Santuario. Allí donde un Padre joven creyó sin ver.
Y yo tantas veces quiero ver para poder creer. Le exijo a la vida pruebas antes
de entregarme, antes de decir que sí con el corazón abierto. Antes de decir más
de lo que luego podré dar.
Tal vez es porque pongo
la confianza en mis capacidades. Y no creo en la fuerza de Dios cuando usa mi
vida, mi sí, mi debilidad. Me gusta el poder del anhelo, del sueño, del
deseo. La debilidad de mi fuerza. La profundidad de mi sí. Ese sí que
me levanta por encima de mis miedos. Y me hace volar alto.
Porque me hace falta fuego
para subir a las montañas que nunca antes he pensado llegar. Me
sostiene el Espíritu en medio de mi cansancio. Me hace mirar mi historia con
serenidad, con una paz profunda.
Al
recordar los momentos de luz el corazón vuelve a encenderse. ¡Qué importante es hacer memoria para vivir en
presente! ¡Qué sano mirar mi historia a los pies de la cruz de Jesús!
Arrodillado como un niño que entrega todo lo que tiene.
Decía el papa Francisco: “En
silencio hagamos memoria de este encuentro, custodiemos el recuerdo de la
presencia de Dios y de su Palabra, reavivemos en nosotros la voz de Jesús que
nos llama por nuestro nombre”.
Quiero revivir mis
momentos sagrados y escuchar la voz de Jesús pronunciando mi nombre. Me
recuerda quién soy y cuánto me ama. Para que no me olvide. Vuelve a
encender el fuego de mi alma cuando casi se apaga. Para que no me turbe por los
ruidos del mundo. Para que no me pierda al no ver el camino.
Quiero volver a recordar
el sonido, la luz, el silencio, las voces de mis días pasados. Esos recuerdos
que me dan vida y me sostienen. Vuelvo a mirar con los ojos de entonces. A
repetir las palabras de aquel día. Ahora ya más maduro, o más sabio, o más
niño. Y me vuelvo a enamorar de la vida.
Así quiero vivir
siempre, para no perder nunca la profundidad. Ni la alegría. Ni la inocencia.
Para no llegar a estar de vuelta de esta vida. Quiero creer. Quiero confiar. No
quiero hacer las cosas sin pensarlas, sin rezarlas.
Quiero colocar mi vida
en las huellas que me preceden. Seguir esa voz silenciosa que resuena en mi
memoria. Y poner mi mano en su mano. Seguir sus huellas.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente: Aleteia