El Santo Padre pide no caer en la trampa de ser indiferentes a las
necesidades de los hermanos y preocuparnos solo por nuestros intereses
El papa Francisco, en la
audiencia general de esta semana, ha recordado que la historia de la
humanidad es historia de migraciones: en todas partes, no hay pueblo que no
haya conocido el fenómeno migratorio. Por eso, ha advertido de que el contexto de
crisis económica favorece lamentablemente el surgir de actitudes de clausura y
de no acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. Pero
cerrarse, ha precisado el Santo Padre no es una solución, es más, termina por
favorecer los tráficos criminales. El único camino de solución es el de la
solidaridad.
Publicamos a continuación
el texto completo de la catequesis
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!!
Proseguimos en la reflexión
sobre las obras de misericordia corporal, que el Señor Jesús nos ha entregado
para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Esta obra, de hecho, hace
evidente que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del
encuentro final con el Señor, sino que cada día van a su encuentro,
reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos
detenemos sobre esta palabra de Jesús: “Estaba de paso, y me alojaron; desnudo,
y me vistieron” (Mt 25, 35-36). En nuestro tiempo es más actual que
nunca la obra que se refiere a los forasteros. La crisis económica, los
conflictos armados y los cambios climáticos, empujan a muchas personas a
emigrar. Aún así, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen
a la historia de la humanidad. Pensar que sean propias de estos años es falta
de memoria histórica.
La Biblia nos ofrece muchos
ejemplos concretos de migración. Basta pensar en Abrahán. La llamada de Dios lo
empuja a dejar su país para ir a otro: “Deja tu tierra natal y la casa de
tu padre, y ve al país que yo te mostraré”. (Gen 12, 1). Y así fue para el pueblo de Israel,
que desde Egipto, donde era esclavo, caminó durante cuarenta años en el
desierto hasta que llegó a la tierra prometida de Dios. La misma Sagrada
Familia — María, José y el pequeño Jesús– se vio obligada a emigrar para huir de
la amenaza de Herodes: “José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y
se fue a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes” (Mt 2,
14-15). La historia de la humanidad es historia de migraciones: en todas
partes, no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio.
A lo largo de los siglos
hemos asistido a grandes expresiones de solidaridad, aunque no
hayan faltado las tensiones sociales. Hoy, el contexto de crisis económica
favorece lamentablemente el surgir de actitudes de clausura y de no acogida. En
algunas partes del mundo surgen muros y barreras. Parece a veces que la obra
silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de diversas maneras, hacen
todo lo posible para ayudar y asistir a los refugiados y los migrantes se vea
oscurecida por el ruido de otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero
cerrarse no es una solución, es más, termina por favorecer los tráficos
criminales. El único camino de solución es el de la solidaridad. Solidaridad
con el inmigrante, el forastero.
El compromiso de los
cristianos en este campo es urgente hoy como en el pasado. Mirando al siglo
pasado, recordamos la estupenda figura de santa Francesca Cabrini, que dedicó
su vida junto con sus compañeras a los migrantes hacia Estados Unidos. También
hoy necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda alcanzar a
muchos que están necesitados. Es un compromiso que involucra a todos, no
excluye a nadie. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida
consagrada, las asociaciones y los movimientos, como los cristianos, todos
estamos llamados a acoger a los hermanos y las hermanas que huyen de la guerra,
del hambre, de la violencia y de condiciones de vida deshumanas. Todos juntos
tenemos una gran fuerza de apoyo para los que han perdido la patria, familia,
trabajo y dignidad.
Hace algunos días sucedió
una pequeña historia, una historia de ciudad. Había un refugiado que buscaba
una calle, y una señora se le acercó. “¿Busca algo?” Y estaba sin zapatos este
refugiado. Y él dijo: “yo quisiera ir a san Pedro para entrar por la Puerta
Santa”. Y la señora pensó, no tiene zapatos. ¿Cómo va a andar? Llamó un taxi,
pero el refugiado olía mal. Y el taxista casi no quería que subiera pero al
final le ha permitido y la señora junto a él. La señora preguntó un poco de
su historia de refugiado, de migrante. El recorrido hasta llegar aquí. Este
hombre contó su historia de dolor, de guerras, de hambre, y por qué había huido
de su patria para emigrar aquí.
Cuando llegaron la señora
abrió el bolso para pagar y el taxista –el que al inicio no quería que este
migrante subiera porque olía mal– le dijo a la señora. “No señora, soy yo que
debo pagarla a usted, porque me ha hecho escuchar una historia que me ha
cambiado el corazón”.
Esta señora sabía qué era
el dolor de un migrante porque tenía sangre armenia y conoce el sufrimiento de
su pueblo. Cuando hacemos algo así, al principio rechazamos por incomodidad,
huele mal. Pero al final de la historia, nos perfuma el alma y nos hace
cambiar. Pensemos en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los
refugiados.
Y la otra cosa es vestir al
que está desnudo. ¿Qué quiere decir si no restituir la dignidad a quien la ha
perdido? Ciertamente dando vestido a quien no tiene; pero pensemos
también en las mujeres víctimas de la trata en las calles, o en los otros
demasiados modos de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de menores. Y
también así no tener un trabajo, una casa, un salario justo, o ser
discriminados por la raza o por la fe. Y a todas las formas de “desnudez”,
frente a las cuales como cristianos estamos llamados a estar atentos,
vigilantes y preparados para actuar.
Queridos hermanos y
hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos,
indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados solo por nuestros
intereses. Es precisamente en la medida en la que nos abrimos a los otros que
la vida se hace fecunda, las sociedades adquieren la paz y las personas
recuperan su plena dignidad. No se olviden de la señora, del migrante,
del taxista.
Fuente:
Zenit