Eucaristía y María
El padre
capuchino llamado Miguel de Cosenza, en el siglo XVII, llamó a María con el
título “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”. Y dos siglos más tarde, San
Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos y apóstol de la Eucaristía y de
María, dejaba a sus hijos el título y la devoción a Nuestra Señora del
Santísimo Sacramento.
¿Qué relación
hay, pues, entre Eucaristía y María Santísima? ¿Podemos en justicia llamar a
María “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”?
María fue el
primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de su madre la
primera adoración como Hijo de Dios que asume la naturaleza humana para redimir
al hombre. Imaginémonos cómo trató a Jesús en su seno, qué diálogos de amor con
ese Dios al que alimentaba y al mismo tiempo del que Ella misma se alimentaba
día y noche. Imaginémonos la delicadeza para con ese Hijo, cuando iba y venía,
trabajaba o cocinaba, o iba a la fuente o de compras. Pondría su mano sobre el
vientre y sentiría moverse a ese hijo suyo que era también, y sobre todo, Hijo
de Dios.
María durante
esos nueve meses fue viviendo las virtudes teologales.
Vivía la fe. Creía profundamente que ese Hijo que crecía en sus entrañas era Dios
Encarnado. Y ella le dio ese trozo de carne y su latido humano.
Vivía la
esperanza, esa esperanza en el Mesías prometido ya estaba por cumplirse
y Ella era la portadora de esa esperanza hecha ya realidad.
Vivía el amor, un amor hecho entrega a su Hijo. María entregaba su cuerpo a su Hijo y
derramaba e infundía su sangre a su Hijo. Si no hay sangre derramada, el amor
es incompleto. Sólo con sangre y sacrificio el amor se autentifica, se
aquilata.
Cristo en la
Eucaristía es su Cuerpo que se entrega y es su Sangre que se derrama para
alimento y salvación de todos los hombres. Pero, ¿quién dio a Jesús ese cuerpo
humano y esa sangre humana? ¡María!
Por tanto, el
mismo cuerpo que recibimos en la Comunión es la misma carne que le dio María
para que Jesús se encarnara y se hiciese hombre. Gustemos, valoremos,
disfrutemos en la Comunión no sólo el Cuerpo de Cristo sino ese cuerpo que
María le dio. Por tanto, el Cuerpo de Cristo tiene todo el encanto, el sabor,
la pureza del cuerpo de María. Pero bajo las apariencias del pan y vino. ¡Es la
fe, nuestra fe, que ve más allá de ese pan!
María llevó
toda su vida una vida eucaristizada, es decir, vivía en continua acción de
gracias a Dios por haber sido elegida para ser la Madre de Dios, vivía
intercediendo por nosotros, los hijos de Eva, que vivíamos en el exilio,
esperando la venida del Mesías y la liberación verdadera. Y como dijo el Papa
Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía, María es mujer eucaristizada
porque vivió la actitud de toda eucaristía: es mujer de fe, es mujer
sacrificada y su presencia reconforta. ¿No es la Eucaristía misterio de fe,
sacrificio y presencia?
Vivía en
continuo sufrimiento, Getsemaní y Calvario. También Ella, como Jesús, fue
triturada, como el grano de trigo y como la uva pisoteada, de donde brotará ese
pan que se hará Cuerpo de Jesús que nos alimentará y ese mosto que será bebida
de salvación.
La Eucaristía
que vivía María era misteriosa, espiritual, pero real. Su vida fue marcada por
la entrega a su Hijo y a los hombres.
¿Por qué en
algunas de las apariciones, María pide la comunión? Porque Eucaristía y María
están estrechamente unidas.
Por lo tanto,
Cristo en la Eucaristía es sacrificio, alimento, presencia, y María en la
Eucaristía experimenta el sacrificio de su Hijo una vez más, pues cada misa es
vivir el Calvario, y María estuvo al pie del Calvario.
En la
Eucaristía María nos vuelve a dar a su Hijo para alimentarnos.
En la
Eucaristía, junto al Corazón de su Hijo, palpita el corazón de la Madre.
Por tanto en
cada misa experimentamos la presencia de Cristo y de María.
No es
ciertamente la presencia de María en la Eucaristía una presencia como la de
Cristo, real, sustancial. Es más bien una presencia espiritual que sentimos en
el alma. Es María quien nos ofrece el Cuerpo de su Hijo, pues en cada misa
nace, muere y resucita su Hijo por la salvación de los hombres y la
glorificación de su Padre.
Por: P. Antonio Rivero LC