Antesala de la muerte,
prepara para el encuentro definitivo con Dios
“Al
atardecer se levantará para ti una especie de luz meridiana, y cuando creyeres
que estás acabado, te levantarás cual estrella matinal. Estará lleno de
confianza por la esperanza que te aguarda” (Job 11, 17-18)
Ser
anciano implica haber vivido una prolongada
existencia, encontrarse al final de un largo viaje, quizá demasiado cansado. La
ancianidad es también tiempo de despedidas. Las cosas y los afanes le van
dejando a uno. También la gente querida que ha partido antes que nosotros. Con
frecuencia, como recuerda Ovidio, se siente el abandono de quienes más nos
debían.
La
ancianidad es antesala natural de la muerte y del juicio divino; antesala,
según el plan de Dios, del gozo y descanso eternos.
Pero
no se puede olvidar que la ancianidad pertenece todavía al tiempo del
peregrinaje terreno. Es, por tanto, tiempo de prueba, tiempo de hacer el bien,
tiempo de labrar nuestro destino eterno, tiempo de siembra. No puede concebirse
la vejez como una época fácil de nuestra vida.
A
los trabajos propios del peregrinaje sobre la tierra —eso es la vida humana— se
suman la progresiva pérdida de fuerzas, la inercia de cuanto se ha obrado
anteriormente, los característicos defectos de la vejez contra los que es
necesario luchar, los inconvenientes que plantea este siglo nuestro tan
inhumano.
Es
inevitable envejecer; pero no se puede ser buen anciano —y son tan necesarios—
sin mucha gracia de Dios y sin una continua lucha personal. Por
ello, la vejez, que es tiempo de serena recogida de frutos, puede ser también
tiempo de naufragios.
Se
atribuye al general De Gaulle esta descripción amarga de la ancianidad: “La
vejez es un naufragio”. La frase debe calificarse en ocasiones como de muy
justa. No es sólo un naufragio de las fuerzas físicas o una disminución
paulatina de las mismas fuerzas morales: inteligencia y voluntad.
Es
un naufragio de todo el hombre. Digamos que en la vejez puede revelarse con
todas sus fuerzas —y sin piadosas vendas que lo oculten—el naufragio de toda
una vida.
Tantas
veces el estrepitoso derrumbamiento moral de la vejez muestra que se naufragó
en la adolescencia, en la juventud, en la madurez. Metido en la corriente de la
vida, se intentó almacenar, como el cocodrilo, las pequeñas piezas cobradas en
sórdidas cacerías, y el paso del tiempo lo único que hace es difundir su olor a
podrido.
En
oposición a la adolescencia —que es tiempo de promesas y de esperanzas, tiempo
en que el ensueño desdibuja los perfiles de las cosas y de las acciones—, la
ancianidad es tiempo de recuento, de verdad desnuda, de examen de
conciencia.
Y
aquí radica no poco de su utilidad y de su grandeza. Digamos que la misma
debilidad de la vejez es su mayor fuerza y, a una mirada cristiana, uno de sus
principales encantos.
Y
no es que sea aceptable la concepción heideggeriana del hombre como un
ser-para-la-muerte, un ser que alcanzase su realización en la propia
destrucción. Quédese esto para quienes conciben al hombre como un ser vomitado
con la amargura de quien se cree hijo del azar y no de una omnipotente y amable
sabiduría creadora.
El
hombre no es fruto del azar. Su misma estructura material ha sido delineada por
la sabiduría amorosa del Creador; infundióle Dios un alma inmortal, capaz de
conocer y de amar trascendiendo lo efímero, capaz de desear una vida y un amor
eternos. El hombre fue creado para vivir, y no para envejecer o morir.
Y
sin embargo, la misma debilidad de la vejez —que es un mal, en cuanto
que es carencia de vida— es su mayor fuerza.
Lejanos
ya los sueños de la adolescencia y los delirios de la juventud, el anciano
puede enfrentarse a la verdad con una sobriedad y con un realismo superiores a
los de las demás épocas de la vida. Se hace así más fácil descubrir con una
nueva nitidez lo que es importante y lo que es intrascendente, distinguir lo
fugaz de lo que permanece.
La
ancianidad pertenece al ciclo vital humano. Antesala
de la muerte, la vejez prepara para el encuentro definitivo con Dios, para ese
juicio divino que va a recaer sobre toda nuestra existencia.
La
debilidad inherente a la vejez ayuda a despojarse de todo vano afán, de toda
estúpida soberbia. Si a lo largo de la existencia el hombre superficial ha
podido olvidarse de su humilde origen, de que ha sido hecho, de que es una
débil criatura, la vejez le otorga una oportunidad inmejorable para volver al
sentido común, a la contemplación de las realidades elementales.
La
ancianidad facilita el cumplimiento de aquella primera regla del ideal apolíneo
—conócete a ti mismo—, expresión que en su sentido inicial quería decir: conoce
tus limitaciones, tu condición mortal respecto a los inmortales, para que no te
rebeles contra ellos.
En
definitiva, es buena época la ancianidad para que Dios siga colmando aquel
deseo suplicante que formulaba San Agustín: Domine, noverim me, noverim te; que
me conozca a mí, que te conozca a Ti, Señor.
La
ancianidad es tiempo de recoger frutos y tiempo de siembra. Siendo un mal, Dios la ha permitido, porque de
ella pueden surgir bienes superiores.
El
dolor, la soledad, la sensación de impotencia, se convierten —tantas veces— en
imprescindible colirio para curar los ojos del alma y abrirlos a las realidades
trascendentes. También la ancianidad está bajo la mano providente y amorosa de
nuestro Padre Dios.
La
medicina divina es enérgica, pero el hombre sigue siendo hombre y libre: puede
no aprovecharla. Es posible que quien naufragó a lo largo de toda su vida
naufrague también en esta última época, ya cercana la última batalla entre el
pecado y Dios, en que se juega la suerte eterna.
El
proceso de involución, que se inició con el primer pecado y que ha podido irse
acelerando —generalmente por la pereza y la soberbia—, puede seguir avanzando,
y la egolatría terminar en un lamento estéril por el ídolo caído.
Se
avanzaría así, casi inexorablemente, hacia el endurecimiento total del corazón,
precursor del infierno. Y es que la ancianidad, como toda época de la vida,
puede ser bien vivida o mal vivida; pero es una época quizá fatigosa —¿cuál no
lo es?—, en la que Dios nos espera, nos asiste, llama a la puerta de nuestro
corazón, y en la que tiene más importancia de lo que a veces sospechamos la
respuesta de nuestras libres decisiones.
No
es la vejez una época vacía o inútil. Es
época de lucha ascética, de heroísmo, de santidad. A pesar de la decadencia
física, la gracia de Dios rejuvenece el alma con fuerzas sobrenaturales,
hacienda la santidad tan asequible como en la adolescencia.
Pero
a una mirada cristiana, la ancianidad tiene un encanto especial, como la niñez,
la enfermedad o la pobreza. En efecto, si cada hombre es Cristo, los
débiles lo son especialmente. Dios, que es misericordioso con todas
sus criaturas, siente una ternura especial por las más desamparadas.
Los
enfermos, los niños, los ancianos son de una forma especial el mismo Cristo que
nos sale al encuentro. Resuenan con fuerza eterna aquellas palabras del Maestro
en la descripción del juicio final: “Venid, benditos de mi Padre, entrad a
poseer el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve
hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber (…); estaba
desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; (…) En verdad os digo,
cuantas veces se lo habéis hecho a uno de los más pequeños de estos mis
hermanos, a mí me lo habéis hecho” (Mt. 25, 34-40)
Los
ancianos constituyen en realidad una parte importante del tesoro humano y
sobrenatural de la humanidad entera. La picaresca de un mundo deshumanizado
—precio inherente al ateísmo— se esfuerza en poner de relieve que los ancianos
son una carga, subrayando sus defectos.
A
este triste materialismo hedonista sólo hay un yugo que no le parece
insoportable: la esclavitud a placeres desnaturalizados en un frenesí cada vez
más insaciable.
No
es verdad que los ancianos sean inútiles o constituyan una carga difícil de
soportar, aunque a veces su misma debilidad material les convierta en ocasión
de que los hombres y la sociedad entera practiquen con ellos la virtud de la
caridad en cumplimiento de unas dulces obligaciones que, casi siempre, dimanan
de estricta justicia. ¡Ellos, en cambio, aportan tantas cosas con su
presencia!
Nos
dieron mucho, cuando se encontraban en plena fuerza; nos lo dan ahora, en el
ocaso de su vida, con su presencia venerable, con su sufrimiento silencioso,
con su palabra acogedora. Privar a la humanidad de los ancianos sería
tan bárbaro como privarle de los niños. Dios cuenta con los ancianos
para el bien de todos nosotros.
Ellos
son útiles en tantas cosas humanas; son útiles, sobre todo, en el
aspecto sobrenatural. Forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la
Iglesia, y lo enriquecen con su santidad, con su oración, con sus sacrificios.
Si
ninguna vida es inútil a los ojos de Dios, mucho menos puede serlo la de aquellos
que sufren física o moralmente. Estas vidas, en las que se refleja con especial
vigor la Cruz de Cristo, adquieren a la mirada divina un relieve y un valor
inexpresables.
Los
ancianos, vivificados par la gracia de Dios, pueden ejercer ese «sacerdocio
real» de que habla San Pedro (1 Pedr 2, 5 ), ofreciendo su vida —unidos a
Cristo— como acción de gracias, como impetración, como reparación. La vida,
entonces, se ennoblece, y el alma descubre horizontes de universalidad
insospechados.
Se
puede palpar lo certero de esta afirmación de san Josemaría Escrivá de
Balaguer: “Si sientes la Comunión de los Santos —si la vives— serás
gustosamente hombre penitente. Y entenderás que la penitencia es gaudium
etsi laboriosum—alegría, aunque trabajosa—, y te sentirás aliado de todas
las almas penitentes que han sido, y son y serán” (Camino, n. 548).
Es
la vejez tiempo de sufrimiento, tiempo de santidad, tiempo de hacer el bien. Es la vejez, también, tiempo de despedida;
y en las despedidas se suelen decir las cosas más importantes.
No
es la vejez —no puede ser— tiempo de jubilación en lo que se refiere a la ayuda
humana y sobrenatural a los demás. Aunque las circunstancias han cambiado,
permanecen en su sustancia las mismas obligaciones y los mismos lazos
entrañables que fuimos adquiriendo durante la vida.
Ningún
bien nacido puede recordar a sus padres, ya ancianos, sin conmoverse. Cuando la
muerte nos los arrebata, sentimos una irreparable pérdida, nos duele la
orfandad, aunque les sabemos en el cielo. No es sólo la sensación lógica de
haber perdido la tierra donde hundíamos nuestras raíces; es, por encima de eso,
el claro convencimiento de que con ellos se nos ha ido el cariño más
desinteresado, de que hemos perdido nuestra mejor custodia.
Nos
damos cuenta, quizá demasiado tarde, de que, a pesar de su invalidez, eran
nuestro mejor tesoro, de que con su presencia nos hacían mucho bien.
Nos
conforta la seguridad de que, ahora de una forma invisible, nos siguen
custodiando desde el cielo, de que conservamos los mismos vínculos, ahora más
queridos y beneficiosos. Y nos queda el orgullo de que en ningún momento, ni
siquiera en los de su mayor postración, nos fueron inútiles.
Su
rostro deseado, surcado por las arrugas de tantos sufrimientos, es ahora una de
esas pequeñas luces que iluminan indeficientemente la noche de nuestra vida.
De
su mano —que antaño nos enseñó a andar— y de la mano de Santa María, que es
Madre del Amor Hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza (cfr
Eccli. 24, 24), podemos aprender —aun en nuestra misma ancianidad— esas
lecciones que son las que más importan, las que orientan toda la vida hacia su
verdadero centro: hacia esa Hermosura, esa Bondad y ese Poder indeficientes de
nuestro Padre-Dios; hacia esa fecundidad del espíritu que no mengua cuando el
vigor de la carne muere.
Artículo
originalmente publicado por encuentra.com
Fuente: Aleteia