Ojalá
lograra yo tener unas raíces tan hondas y fuertes que se hundieran en lo
profundo de la tierra
El otro día vi cómo sacaban
un árbol que había estado durante muchos años en un jardín. Creció y se hizo
fuerte. Raíces hondas. Pero con el tiempo el árbol había enfermado y estaba
muerto.
Se mantenía erguido, desnudo
de hojas, seco, orgulloso, desafiando el tiempo. Un árbol muerto guarda seguro
en su tronco muchos recuerdos, muchas palabras, muchos silencios. Tantos años
creciendo lentamente.
Me gusta esa forma de crecer de los árboles sin
hacer ruido. Dicen que hace más ruido el árbol que cae que
cientos de árboles creciendo en silencio. Es cierto.
Cuando cortaron este árbol
muchos se dieron cuenta de su existencia, lo vieron y recordaron su sombra ausente.
El ruido de sus ramas al caer hizo levantar la mirada. Lo vieron caído, muerto.
Comentaron el dolor de su ausencia. Opinaron sobre si debía o no haber sido
cortado.
Un árbol caído deja un hueco
que no se puede rellenar tan fácilmente. Años creciendo, haciéndose fuerte por
dentro, adentrándose audaz en la tierra hacia lo más hondo, irguiéndose altivo
hacia lo alto del cielo. Y al final, pasados los años, sólo queda un hoyo
guardando su ausencia.
Dicen que un árbol tiene la misma madera en la superficie que bajo
la tierra.
Eso me impresiona siempre. Tantas raíces como ramas. Tanta madera en el tronco
y bajo tierra. Así debería ser en mi vida. Lo mismo en mi apariencia que en mi
hondura. Lo mismo mi vida interior que mi vida hacia fuera. Yo diría que más en
mi profundidad que en la superficie para tener equilibrio, para no dejarme
llevar por los vientos y las tormentas.
Cuando cortaron el tronco
quedaba lo más difícil, sacar el tocón de la tierra. Cavar hondo, cortar
raíces, con la sierra, con el hacha. Con esfuerzo. Un hoyo inmenso para sacar
sus raíces. Horas y horas para acabar con esa raíz honda que había crecido tan
lentamente.
Dos hombres intentaban
cortarlo y se esforzaban con mucho afán. Una persona vio la escena y me dijo: “Increíble, ¡Qué profundas y fuertes son
las raíces de este árbol caído! Me gustaría que mis raíces estuvieran igual de
arraigadas en el Santuario”. Tenía
razón. Me gustó la imagen.
Ojalá lograra yo tener unas raíces tan hondas y fuertes que se
hundieran en lo profundo de la tierra. Y que cuando muriera quedara un hoyo y muchas
raíces bajo tierra perdidas en el silencio. Ojalá estuviera tan arraigado en el
corazón de Jesús y mis labios recitaran siempre lo que el corazón vive. Que no
hablara de cosas que mi corazón no encarna.
Para ello tengo que crecer
lentamente, con paciencia, sin prisas, por dentro, muy hondo. Como ese árbol
centenario que logró ahondar sus raíces hasta que la enfermedad truncó su vida.
Fue paciente en ese crecimiento. No tuvo prisa. Nosotros queremos crecer muy
rápido.
Alguien miraba el árbol que
vendría en su lugar y pensaba:“¿Cuándo será tan grande como el que
había aquí antes? ¿Cuándo dará sombra?”. No sé cuándo lo veremos. Hay que tener
paciencia. Lo mismo con la vida, con mi vida.Paciente para ver un día lo que Dios hace
en mi alma. Paciente cavando hondo, muy hondo.
Este tiempo de Cuaresma es un
tiempo de hondura. De cavar en silencio, sin hacer ruido. De crecer en
sabiduría. No creo en esos cambios repentinos que no son profundos. No creo en
los cambios aparentes que no fructifican.
Necesito cavar más hondo.
Hundir la pala en la tierra. Y luego esperar a que las nuevas raíces se abran
camino bajo la tierra. Busquen agua. Den alimento al tronco endeble. Así es mi
vida. Me gustaría tener raíces hondas que no cedieran con el viento, con el
agua, con la tormenta.
Quiero detenerme sobre mi
vida y ver mis
propias raíces. ¿Son hondas? ¿Llegan
a lo más profundo de mi subconsciente? ¿Estoy realmente anclado en el suelo del
santuario? ¿Tengo allí mi morada verdadera, en el corazón de María?
Me da miedo ser superficial
en mis raíces. Cuando las raíces buscan el agua fácil y no penetran con
lentitud en la tierra. Esa agua fácil que no ayuda a crecer. No quiero tener una vida interior poco
profunda. Corro el riesgo. Me da miedo.
Más tarde otra persona, viendo la misma escena del árbol caído,
del esfuerzo de los hombres luchando con el tocón y cavando un hoyo inmenso, me
dijo:“Así de
duro es mi corazón. Me imagino un ángel del Señor con un hacha tratando de
desprenderme de todo lo que me hace mal”.
Es también verdad. A veces me apego con fuerza a
dependencias que me hacen esclavo. Cavo hondo en la dirección equivocada. Echo
raíces donde no toca. Me tuerzo por las piedras. Me duermo en
la tierra blanda. Me conformo con una vida mediocre, suave.
Hay raíces que es necesario
cortar para que crezca bien el árbol. Dios necesita un hacha para cortarlas.
Tengo ramas que me dispersan de lo importante. Hay que podar para que no ceda el tronco, para que
no se desvíe y pierda el rumbo, para no caer llevado por el viento.
Hay que regar para que mis raíces crezcan
en la tierra, con esfuerzo, más hondo. Desmalezar de malas hierbas para que crezca sana
la vida. Me gusta la imagen de un gran hoyo en medio de un jardín, en medio de
mi alma. Me da esperanza.
Allí hubo antes un árbol y muchas raíces. Ahora hay un hoyo y
mucha nostalgia. Mucho futuro, mucho anhelo. En ese espacio vacío ha sido plantado otro árbol
pequeño. Lo suficientemente pequeño para no morir al ser trasplantado.
Las cosas hay que hacerlas
bien, darle tiempo a la vida. Ha habido que cavar hondo para poderlo plantar.
Cavar, ahondar, profundizar. Así es la vida, así es este tiempo de cuaresma. A
partir de ahora puede volver a empezar desde el hoyo una vida nueva.
Y yo en mi alma, cuando
ahondo, dejo que surja una vida nueva. En el
hoyo vacío puedo echar tierra buena y dejar que el nuevo árbol crezca
lentamente en mi interior. Así es mi vida. Así es cuando me
dejo trabajar por Dios como jardinero y veo cómo saca las raíces enfermas y
planta las nuevas. Corta lo que hay que cortar, protege lo que hay que
proteger, y riega.
Es lo mismo que hago yo en
otras vidas. Planto
y riego, corto y cavo. Y la vida es de Dios. Más abundante que
el tronco del nuevo árbol. Porque Dios siempre supera lo que yo hago.
Decía el Cardenal John
Dearden: “Esto es lo que intentamos hacer:
plantamos semillas que un día crecerán; regamos semillas ya plantadas, sabiendo
que son promesa de futuro. Sentamos bases que necesitarán un mayor desarrollo.
Los efectos de la levadura que proporcionamos van más allá de nuestras
posibilidades. No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello, sentimos
una cierta liberación. Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy bien”.
Nosotros hacemos el hoyo,
cavamos, plantamos y regamos. Pero el crecimiento lo pone Dios. Él hace posible
lo que humanamente me desborda. Me da paz. Mi vida en sus manos. Como un árbol
frágil que quiere ser fuerte. Teme, se levanta, permanece erguido.
Quiero que Él sea mi guía.
Quiero que me sostenga cuando no pueda caminar yo solo. Quiero oír siempre su
voz sosteniendo mis pasos. Quiero que sea Él la tierra en la que echar raíces.
Necesito rezar, descansar en Él. Volver
a la luz donde Dios me muestra quién soy y hacia dónde me lleva de su mano.
Fuente: Carlos Padilla/Aleteia