La Palabra eterna de Dios
se ha hecho carne, de manera que, en su ascensión, lleva también esta carne
—nuestra carne— a la intimidad misma de Dios, al seno trinitario
Jesús
no es un profeta más de los que, según la tradición bíblica, fueron llevados al
cielo en un carro de fuego como Elías o Henoc, a quien Dios lo arrebató sin
pasar por la muerte.
El
misterio de la Ascensión, que celebramos este domingo, no es un paralelo de
estas elevaciones al cielo, sino que se sitúa en el nivel de la trascendencia
divina.
Quien
sube a los cielos es el eterno Hijo de Dios que tomó nuestra carne en el seno
de María y, resucitado de entre los muertos, alcanza el señorío sobre el
cosmos, como dice Jesús en su despedida: «Se me ha dado todo poder en el cielo
y sobre la tierra» (Mt 26,18).
Este poder, o autoridad, es simbolizado también en el gesto de
sentarse a la derecha del Padre, indicando así que Jesús, también en cuanto
hombre, goza de su misma dignidad. Cuando san Pablo reflexiona sobre este hecho
en la carta a los Efesios, dice que Dios lo sentó a su derecha «por encima de
todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido,
no solo en este mundo, sino en el futuro.
Y
todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo.
Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos» (Ef 1,20-23). Quizás
nos resulte extraña esta forma de hablar que recoge la imaginería cósmica de
los espíritus angélicos sobre los cuales ha sido constituido Jesús con el
título de Señor, que se otorgaba a Dios en el Antiguo Testamento.
Si leemos con atención este texto de Pablo observaremos que la
Ascensión de Jesús no lo aísla ni de su comunidad, que es la Iglesia, ni de la
creación entera. Por eso, se dice que Dios «todo lo puso bajo sus pies, y lo
dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo». Hay una lógica perfecta en este
razonamiento. Se trata naturalmente de una lógica teológica, pues no estamos
hablando con categorías sociológicas ni políticas, que podrían llevar a
confusión sobre la misión de la Iglesia e incluso sobre la soberanía de Cristo.
Según
la teología cristiana, Dios ha creado el cosmos a través de su Palabra eterna
—el Logos— que es el inicio y la meta de la creación, el alfa y la omega, como
dice el Apocalipsis. Todo tiene, por tanto, su consistencia en Cristo y todo
tiende hacia él, como explicó, siguiendo a san Pablo, Teilhard de Chardin y
explican, con diferentes matices y perspectivas, otros teólogos contemporáneos.
Ahora bien, la Palabra eterna de Dios se ha hecho carne, de
manera que, en su ascensión, lleva también esta carne —nuestra carne— a la
intimidad misma de Dios, al seno trinitario. Dios es también hombre. Era, pues,
preciso que la carne humana fuese glorificada con la misma dignidad y gloria
divina. Por eso, puede «sentarse» a la derecha de Dios y recibir así la
adoración de todo el universo y de la humanidad salvada por él, que es la
Iglesia.
Al
decir Pablo que el Cristo glorioso es nuestra cabeza, afirma que está unido a
nosotros —como la cabeza al cuerpo— con la misma carne y, por tanto, no se ha
roto la comunión que estableció la encarnación, sino que, por el contrario,
queda definitivamente unida por una gloria que también nos pertenece a nosotros
y hacia la cual vamos peregrinando. En este sentido, la Iglesia está llena de
Cristo —esto quiere decir la palabra griega pleroma que usa Pablo— y Cristo
puede trasmitir a todos sus miembros la plenitud de vida que hay en él.
Visto así el proyecto de Dios sobre la creación y la humanidad
sólo puede sobrecogernos por su belleza y santidad. La carne del hombre no
puede aspirar a mayor cima y gloria. Aquí reside el fundamento de su dignidad y
trascendencia. Nuestra carne está ya sentada junto a Dios rebosante de gloria.
Esta es la meta hacia la que caminamos. No vamos a la deriva. Nuestra Cabeza ha
llegado a término.
+ César Franco
Obispo de Segovia.