CON LA MIRADA LIMPIA
II. En medio
del mundo, sin ser mundanos.
III. Un
cristiano no asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de
discípulo de Cristo.
«Llegan a Betsaida y le
traen un ciego suplicándole que lo toque. Tomando de la mano al ciego lo sacó
fuera de la aldea, y poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le
preguntó: ¿Ves algo? Y alzando la mirada dijo: Veo a los hombres como árboles que
andan. Después puso otra vez las manos sobre sus ojos y comenzó a ver y quedó
curado de manera que veía con claridad todas las cosas. Y lo envió a su casa
diciendo: No entres ni siquiera en la aldea» (Marcos 8, 22-26).
I. Llegó Jesús a Betsaida
con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que lo tocara. El
Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y allí hizo lodo
con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las manos y le
preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo a los hombres
como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las manos, el ciego
comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas las cosas.
Las
curaciones del Señor solían ser instantáneas. Ésta, sin embargo, tuvo un pequeño
proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y Jesús quería
curar a la vez alma y cuerpo. Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó
de la mano, para que su fe se fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver
algo borroso ya era algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y
penetrante para que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy
probablemente, lo primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de
Jesús, que le miraba complacido.
Lo
sucedido con este hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para
considerar la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos
ciegos espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la
vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera, cuando
decía a los fariseos que eran ciegos o cuando se refería a quienes tienen los
ojos abiertos pero no ven.
Es
un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para encontrar a
Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los hombres como hijos de
Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la pena..., incluso para
contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina que dejó como un
rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es necesario tener la
mirada limpia para que el corazón pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios
desea.
Muchos
hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una mirada
apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su vida. Estos
cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia de Cristo en la
Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la Penitencia, el valor
infinito de una sola Misa, la belleza del celibato apostólico... Les falta
limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de los sentidos -que son
como las puertas del alma-, y de modo particular de la vista.
El
alma que comienza a tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su
corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que
imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de «no ver» -porque
necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para trabajar, para
relacionarnos-, sino de «no mirar» lo que no se debe mirar, de ser limpios de
corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto al ir por la
calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones sociales.
Mirada
limpia no sólo en aquello que se refiere directamente a la lujuria ‑que ciega
para los bienes sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos-,
sino en otros campos que también caen dentro de la «concupiscencia de los
ojos»: afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La
lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará
iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas.
¡Qué
pena si alguna vez -por no haber sido delicadamente fieles en esta materia- en
vez de ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos sólo una imagen desdibujada
y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa «guarda de la
vista», tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver a Dios. Quien no
tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y frecuentemente deforme.
II. El cristiano ha de saber
-poniendo los medios necesarios- quedar a salvo de esa gran ola de sensualidad
y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos miedo al mundo porque
en él hemos recibido nuestra llamada a la santidad, ni tampoco podemos
desertar, porque el Señor nos quiere como fermento y levadura; los cristianos
«somos una inyección intravenosa puesta en el torrente circulatorio de la
sociedad».
Pero
estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no te pido
que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino que los preserves del
mal. Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin olvidar
que las pequeñas mortificaciones -y las grandes, cuando lleguen y cuando el
Señor las pida- han de mantenernos siempre en guardia, como el soldado que no
se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de su vigilia.
Los
Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la fe para que vivieran la
doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que
en estos tiempos nos rodea. Si alguno no luchara de una manera decidida sería
arrastrado por ese clima de materialismo y de permisivismo. Incluso en los
países de honda tradición cristiana es patente cómo se han extendido modos de
vivir y de pensar en oposición abierta con las exigencias morales de la fe
cristiana y hasta de la misma ley natural.
Los
propagadores del nuevo paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas
diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el ánimo de los
espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan estos
espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan
la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a muchos
pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese
clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco de
lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o en el
fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las verdades
más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de ateísmo, con
un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.
Los
Santos Padres utilizaron en su predicación palabras duras para apartar a los
primeros cristianos de los espectáculos y diversiones inmorales. Y aquellos
fieles supieron prescindir ‑con soltura, porque así lo pedían los nuevos
ideales que habían encontrado al conocer a Cristo- de los esparcimientos que
podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma, hasta el
punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la conversión de
un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de asistir a aquellos
espectáculos, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de
conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.
¿Ocurre
con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos de
asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la santa
pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo cuando un
programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una delicada
conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos separe de Él o
enfríe nuestro afán de seguirle.
III. El Cristianismo no ha
cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre, y nos pide la misma
fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los primeros discípulos.
También ahora deberemos navegar contra corriente en muchas ocasiones; y pueden
darse situaciones que quizá nuestros amigos no entiendan en un primer momento,
pero que frecuentemente son el primer paso para acercarlos al Señor y para que
se decidan a vivir una honda vida cristiana.
Nuestra
lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el
alma. Por esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que
tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos
prescindir de esos entretenimientos, y si -por estar mal informados- se
asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que sigue un
buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es ocasión de
escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti. No asistir o marcharse, sin miedo
a «parecer raros» o poco naturales, pues lo poco natural en un seguidor de
Jesucristo es precisamente lo contrario.
Para
vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al Señor la virtud de la
fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber hablar con claridad a
los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca que no van a entender lo que
les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo y de una actitud llena de
seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a buscar una vida más
firme, una mejor formación.
Y
si alguno objetara que está inmune al influjo de esas diversiones, cuando sea
oportuno le podremos recordar cómo, de modo imperceptible, se va creando en el
alma una corteza que impide el trato con Dios y la delicadeza y respeto que
exige todo amor humano verdadero. Cuando alguien dice que no le hace daño
asistir a esos lugares o ver esos programas, quizá es señal precisamente de que
él necesita más que otros abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma
endurecida y los ojos nublados para el bien.
Además
de no asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su
parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los
cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y
diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para
relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.
San
José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María, los amó
con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con fortaleza, poner los
medios que sean necesarios para poder contemplar a Dios con una mirada clara y
penetrante;
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org