Aunque mi forma de
entregarme no sea tan gloriosa como la de los mártires
Dios
siempre está a mi lado aunque tantas veces no logre entender lo que quiere para
mí. A veces Dios calla. A veces Dios habla.
Hace tiempo pude ver una película controvertida: Silencio. Una película conmovedora que no deja indiferente. Voces a favor. Voces en contra. Una película basada en una novela histórica que relata la vida en Japón de los cristianos perseguidos en el siglo XVII.
Hace tiempo pude ver una película controvertida: Silencio. Una película conmovedora que no deja indiferente. Voces a favor. Voces en contra. Una película basada en una novela histórica que relata la vida en Japón de los cristianos perseguidos en el siglo XVII.
Comunidades
de cristianos que vivían en secreto, ocultos, anhelando la presencia de un
sacerdote, la vida de los sacramentos. Con el miedo grabado en el alma, el
miedo a ser descubiertos. Con el miedo de ser débiles y caer en apostasía,
por temor a la muerte. Y a veces parece que Dios guarda silencio en medio
de las cargas pesadas que soportan esos cristianos valientes.
Narra
la película la vida de tres sacerdotes jesuitas portugueses. Los fuerzan a
apostatar para salvar así la vida de los cristianos que iban a ser ejecutados
si no lo hacían.
¡Qué
decisión tan difícil cuando mi corazón me dice que la fidelidad del martirio es
la única salida! Y tantas veces me emociono recordando la vida de los
mártires. ¡Qué fácil juzgar a otros cuando caen y no son fuertes! Cuánto
dolor. En medio de esta lucha interna en la conciencia de cada hombre Dios
habla, Dios calla, Dios está presente.
Rezaba
así un sacerdote: “Señor, no me dejes más tiempo abandonado. No me dejes
seguir en esta situación imposible. ¿Te resignas a ser un héroe anónimo,
Sebastián? ¿No será que buscas la muerte, no como un verdadero martirio oculto,
sino con el único fin de satisfacer tu vanidad? ¿Para que los cristianos te
alaben, para que vengan a rezarte, para que digan: – Aquel padre era un santo?”[1].
La
gloria del martirio. La infamia de la caída. Y en medio de las dudas toma
el sacerdote esa decisión tan difícil de vivir esclavo en Japón con la carga de
haber negado a Jesús. Sin dejar de amarlo en silencio. Habiéndolo negado
en el exterior. Sufriendo la culpa. Y con fe amándolo en silencio. En lo oculto
del alma.
¡Qué
fácil juzgar el pecado del otro! ¡Qué fácil condenar al débil por su debilidad!
No creo que pretenda la película justificar la apostasía. No la defiende. No la
recomienda para evitar el martirio.
Quiero
mirar con respeto infinito la conciencia de cualquier hombre. Sin
ensalzarlo. Sin condenarlo. La apostasía es lo que es. Negar a Cristo en voz
alta.
Después
de haber caído, el sacerdote protagonista, se encuentra con un pecador que ya
había caído antes que él. Siente la culpa y le pide confesión. Y en ese
encuentro en la debilidad, el sacerdote oye la voz de Dios en su alma. Vuelve a
ser fuente de misericordia. Qué indigno se siente. Y comprende que Dios siempre
ha estado a su lado. Nunca le abandonó.
Me
conmueve la debilidad de los hombres, mi propia debilidad. Al sentirme
débil comprendo la necesidad que tengo de buscar la fuerza de Dios, su mirada.
No soy fuerte. No quiero pensar que todo depende de mis fuerzas. No creo en una
santidad lograda a base de lucha, de voluntad heroica.
Vivo
en una cultura que acentúa mi búsqueda egoísta de la felicidad. Cada uno a lo
suyo. Cada uno siendo fuerte. Sin errores, sin debilidades. Como queriendo
salvar la propia vida.
Pero
Jesús vino a dar su vida por mí. Cargó con mi culpa, con mi pecado, con mi
debilidad, con mis negaciones. Se subió a lo alto del madero por mí. Para que
yo dé mi vida con Él, en su poder. Para que no me busque tanto a mí de forma
egoísta. Yo primero. Yo ahora mismo.
En
el silencio de Dios encuentra eco mi silencio tantas veces. Mi silencio cobarde
cuando me callo por miedo a apoyar a otros, a defender a otros. Por miedo a ser
condenado como otros.
Mi
silencio culpable a veces. Mi silencio inocente otras veces como el de Jesús
llevado como cordero inocente a la cruz. Un silencio impuesto a la fuerza. Ese
silencio que puede confundir a los hombres, pero no a Dios. Ese silencio que
parece lo contrario de lo que es.
El
silencio de Jesús es expresión de un amor hondo por mí. La afirmación más
fuerte de la vida de los hombres. Su servicio último, callado, sin palabras. Su
entrega más generosa. En este mundo que me anima a buscar sólo mi felicidad, mi
independencia, mi libertad, brilla la entrega de Jesús. Pero yo quiero ser
independiente y entonces me aíslo. Quiero ser libre y huyo lejos de todo
compromiso. No quiero ataduras. Y entonces sufro menos, porque no amo, porque
no me comprometo. Pero mi corazón quiere amar. Quiere amar hasta dar la vida.
Aunque
mi forma de dar la vida no sea tan gloriosa como la de los mártires. Aunque mi
vida no sea reconocida digna de admiración. Sólo a los ojos de Dios valgo más.
Y el silencio de mi entrega no gloriosa vale la pena.
Esa
vida que parece cobarde y débil. Esa vida que Dios me pide es donde se
manifiesta su amor. Donde se juega mi generosidad. En esa vida en la que amo a
Dios y a los hombres torpemente.
Yo
no quiero vivir sin dar la vida. No quiero tampoco el elogio y el reconocimiento
de una vida gloriosa. Me basta con que Dios me mire y se conmueva en silencio
ante mí, al ver mi sí pobre y débil. Eso es lo importante.
Por
eso no quiero buscarme a mí mismo. No quiero buscar mi felicidad, mi paz, mi
santidad, en una carrera egoísta. Quiero amar, comprometerme, vincularme. Quiero
aprender a renunciar por amor a otros.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia