Si no damos tiempo a Dios en nuestra vida, si no le dejamos entrar hasta en los últimos rincones de nuestra morada interior, Dios terminará siendo insignificante y, tarde o temprano, perderemos la fe
En el
evangelio de este domingo, Jesús cuenta la parábola del juez inicuo que no
quería atender las quejas de una viuda que acudía a él para que la defendiera
de sus enemigos. Harto de escuchar los lamentos de la pobre mujer decidió atenderla,
no tanto movido por la justicia, cuanto para evitar que, al no ser acogida,
terminara por pegarle en la cara.
El evangelista dice claramente
cuál es la intención de la parábola: animar a los discípulos a orar sin
desfallecer, pues si el juez inicuo termina haciendo justicia, Dios, que es
sumamente justo, escuchará las súplicas de quienes acudan a él.
Recordarán los lectores que,
en domingos anteriores, hemos comentado una parábola muy parecida a ésta: la
del amigo inoportuno, que, a fuerza de insistir, consigue el favor que quiere.
Jesús utiliza situaciones de la vida ordinaria para explicar su doctrina sobre
los diversos aspectos de la vida moral. La parábola de hoy se cierra con unas
palabras de Jesús que intentan ponernos en guardia contra uno de los peligros
más frecuentes de la vida cristiana.
Después de afirmar que Dios
escuchará a quienes griten a él día y noche y les hará justicia sin tardar,
Jesús termina con esta pregunta: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?». Por la retórica de su discurso, Jesús da a
entender con esta pregunta que el hombre está amenazado de perder la fe, si no
es perseverante en la oración. En otro pasaje del evangelio de Lucas, Jesús
dice abiertamente: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc
21,19).
Perseverar no es fácil. El
hombre tiene un corazón inconstante y cambiante, según dice la Escritura. Y
esta falta de perseverancia se hace más notable en la vida espiritual, y,
especialmente, en la determinación de practicar la oración. En el libro de su
vida, santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, habla de las dificultades
que experimentaba ella para ser fiel a Dios en la oración.
Siempre tenía alguna excusa
para dejarla: atender a otras necesidades, dedicarse a ocupaciones más
satisfactorias o simplemente acortar el tiempo de la oración cuando se le hacía
cuesta arriba. Hasta que Dios le hizo entender que por este camino nunca
llegaría a la perfección que aspiraba. Fue entonces cuando esta maestra de
oración se comprometió «con determinada determinación» a ser fiel a Dios en la
oración diaria.
Muchos cristianos no llegan a la madurez espiritual por
esta falta de perseverancia en la oración, que consiste, como dice también
santa Teresa, en «tratar de amistad con quien sabemos que nos ama». Sin oración
es difícil descubrir la voluntad de Dios sobre uno mismo, y es más difícil aún
que, una vez descubierta, pueda perseverar en ella superando los constantes
reclamos de una cultura enferma de hiperactivismo.
Si no damos tiempo a Dios en
nuestra vida, si no le dejamos entrar hasta en los últimos rincones de nuestra
morada interior, Dios terminará siendo insignificante y, tarde o temprano,
perderemos la fe. A eso se refiere Jesús con su pregunta retórica: «Cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
La perseverancia se alimenta,
no sólo de la determinación de la propia voluntad, sino de la conciencia de
nuestra propia debilidad, es decir, de la humildad. Sólo quien tiene conciencia
clara de su pobreza, acudirá, con súplicas ardientes, de día y de noche, como
la viuda del evangelio, a quien puede hacerle justicia frente a sus enemigos. Y
permanecerá insistiendo hasta que se abra la puerta del único que puede darnos
la perseverancia en la fe. Por eso, la Iglesia se reúne todos los días en
oración, consciente de que sólo así, cuando el Señor vuelva, la encontrará en
vela esperando la salvación.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia