Decía san Juan de la Cruz a una carmelita descalza, María de la
Encarnación, que fue priora durante veinte años en la comunidad de Segovia:
«adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor»
En el sermón de la montaña Jesús
nos ha dejado las claves de la vida cristiana. O mejor aún, la motivación
última para vivir como él, porque un cristiano no se conforma con cumplir una
serie de reglas, más o menos exigentes, sino que aspira a reproducir en su
vida, como dice san Pablo, la imagen de Cristo.
En las exhortaciones sobre
el amor, Jesús invita a ir más allá de la reciprocidad del amor típica de los
que se quieren. Es fácil amar a quien nos ama, hacer el bien a nuestros bienhechores
y prestar a quienes nos dejan su dinero. Esto, afirma Jesús, también lo hacen
los pecadores. No tiene ningún mérito ni hacemos nada de más.
¿Cuál es la novedad que
propone Jesús? «Amad —dice— a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin
esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo porque
él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro
Padre es misericordioso» (Lc 6,35-36). La razón última de este comportamiento,
según Jesús, está en Dios mismo y en el hecho de que somos sus hijos.
Al decir «seréis hijos del
Altísimo» está afirmando que mostraremos nuestro ser, dejaremos ver nuestra propia
identidad y se hará transparente nuestra condición de hijos. Se trata, por
tanto, de amar como Dios ama, que es el Amor infinito y, por tanto, fuente de
todo amor. Afirmar que Dios es bueno con los malvados y desagradecidos no significa
que le dé igual que seamos buenos o malos, justos o injustos. Quiere decir que
Dios siempre es amor, independientemente de la condición moral del sujeto. Ama
incondicionalmente. Y esto es lo que deben reflejar sus hijos en su
comportamiento cotidiano.
Es difícil y exigente amar a
los enemigos y a quienes nos odian. Desde el punto de vista humano parece
imposible. La venganza es una pasión humana que busca satisfacer el mal
recibido con una respuesta semejante. Analizada fríamente, es inútil y estéril.
Jamás devuelve el bien arrebatado y nos asemeja a quienes se rebajan al mal y
se identifican con él. «Es pobreza de espíritu —decía un filósofo— obstinarse
en devolver el daño que se ha recibido».
Jesús da un paso más: no se
trata sólo de no devolver mal por mal, sino de amar a los enemigos. Este fue su
comportamiento cuando, en la cruz, pidió al Padre perdón para quienes le
crucificaron y excusó su comportamiento apelando a que no sabían lo que hacían.
Así hicieron los mártires cuando eran llevados al supremo testimonio de dar la
vida por amor. Este perdón inefable tiene el poder de convertir a los mismos
verdugos o a los testigos de su muerte.
El buen ladrón, viendo morir
a Jesús perdonando, reconoció que poseía un reino más allá de la muerte; el
centurión que se hallaba presente confesó la fe en su divinidad. Se cumple así
lo que decía san Juan de la Cruz a una carmelita descalza, María de la
Encarnación, que fue priora durante veinte años en la comunidad de Segovia:
«adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor».
Poner amor donde no lo hay
es tener la certeza de que el amor es más fuerte que el mal y siempre triunfa.
Quiere decir que el amor tiene la última palabra y que quien ama así se asemeja
a Dios también en su poder sobre la muerte. La venganza, el odio y el desamor
son signos de muerte que aniquilan a quien se deja dominar por su dinamismo.
La condición del amor es que
perdura, traspasa incluso el umbral de la muerte. «Las aguas caudalosas no
podrán apagar el amor —dice el Cantar de los Cantares— ni anegarlo los ríos»
(8,7). Del mismo modo que la muerte no pudo vencer a Cristo, todo el que vive en él y como él, posee la certeza de que nada ni
nadie, tampoco la muerte, podrán separarlo del amor de Dios revelado en Cristo.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia