Necesito su paz para no
vivir turbado, angustiado, con miedo...
Me
asustan las emociones, no las controlo. Me da miedo taparlas, esconderlas,
avergonzarme de ellas. Me da miedo que pasen y sean sólo un momento pasajero.
Me da miedo ser inconstante en mis afectos, en mis pasiones. Quiero que
venga el Espíritu Santo para dar calor a mi alma. Quiero que me ilumine en el
camino.
Decía
el papa Francisco al hablar del Espíritu Santo: “¿Yo soy capaz de
escucharlo? ¿Yo soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión
o de decir una palabra o de hacer algo? ¿O mi corazón está tranquilo, sin
emociones, un corazón fijo? He sentido las ganas de hacer esto, de ir a
visitar a aquel enfermo, o de cambiar de vida o de dejar esto. Sentir y
discernir: discernir lo que siente mi corazón, porque el Espíritu Santo es el
maestro del discernimiento. Una persona que no tiene estos movimientos en su
corazón, que no discierne lo que sucede, es una persona que tiene una fe fría,
una fe ideológica. ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos
bueno? Porque lo bueno de lo malo se distingue inmediatamente. Pero está ese
mal escondido que es el menos bueno, pero que tiene escondido el mal”.
Un
corazón que sienta, que se emocione, que tenga el don de lágrimas. El don del
Espíritu. El Espíritu me habla en mociones interiores. El Espíritu
despierta en mí el amor por la vida.
¡Qué
difícil discernir las voces de Dios en el alma y saber cuándo me habla Dios! Descubrir
lo que me pide, lo que me invita a emprender. Quiero un corazón que sepa
discernir en la luz del Espíritu lo que Dios quiere para mí.
No
es tan sencillo saber lo que me pide cuando me ofrece optar entre dos bienes. Temo
confundirme. Entre un mal y un bien siempre lo tengo claro. Cuando me hace
elegir entre dos cosas buenas, siempre dudo. Quiero lo bueno. Pero no sé bien
dónde tengo que entregarme.
Quiero
una fe ardiente, no fría. Que acepte como válidas las mociones de Dios en el
alma. Que no me escandalice de lo que bulle en mi interior, de lo que
quema por dentro. Y me mire con alegría al ver a Dios susurrando en mi
silencio.
¿Cómo
tomo las decisiones en mi vida? El Espíritu Santo empuja mis pasos, da luz a mi
noche. Y me lleva a decidir a partir de lo que arde en el alma. Me da luz para
saber dar el siguiente paso. No necesito saber más. Sólo el siguiente paso.
¿Hablo
con Dios los pasos que voy dando? Sólo en Él es posible encontrar respuestas.
Encontrar muy quedo la luz necesaria. Sólo en Él puedo comenzar a andar,
paso a paso.
Jesús
entra en medio de mis miedos y me da su paz. Me enseña sus heridas. Me
abre su costado, su corazón herido y me lleno de alegría. Tantas veces vivo con
angustia, con stress, con miedo. Vivo agobiado por el presente y el futuro.
Decía
el padre José Kentenich: “¿Cuál debe ser nuestra preocupación más grande? Estar
en todo momento infinitamente despreocupados. ¿Por qué les propongo esta
consigna de modo tan directo y tajante? Porque por naturaleza tendemos
fuertemente a preocuparnos”.
Me
gustaría vivir siempre así. Alegre por esa presencia de Jesús en mí que me da
su paz. Esa luz suya que acaba con las sombras de mi alma cerrada. Pierdo el
miedo. Dejo de vivir tan preocupado. Quiero vivir así frente al futuro
incierto. Sumergirme en el mar de las misericordias de Dios.
Jesús
entra en mi alma. Atraviesa las puertas cerradas. Penetra en mis muros que me
aíslan. Sin que yo le dé permiso a entrar Él entra. Eso me gusta.
Quiero
salir con la fuerza de su Espíritu. Con esa paz que me permita vivir
despreocupado. ¡Cuánto me cuesta vivir así! Me preocupo siempre. Temo que
todo salga mal. Me asustan los fracasos y la muerte. Los cambios de planes, los
imprevistos. Vivo sin paz y sin alegría. Vivo turbado.
Pero
llega Jesús en su Espíritu y me da su paz, y me contagia su alegría. Y lo hace
como lo hizo el primer día de las apariciones, con su cuerpo glorioso herido.
Me muestra sus manos y su costado para darme paz. Es Él ahora resucitado. En
sus heridas cubiertas de gloria me tranquilizo. No necesito más para
confiar de nuevo.
Sé
que después de la muerte viene la vida. Eso me alegra. Sé que la muerte no
tiene la última palabra. Y sé que su ascensión al cielo es sólo el comienzo de
mi esperanza. Pero no estoy solo. Él camina conmigo cada día. Quiero tener su
paz. Le entrego hoy mis miedos y angustias.
Vivo
preocupado. Y necesito alegrarme más al descubrirle en las heridas de los
otros. En sus dolores y en su pena. Necesito abrirme a verlo en mis
propias heridas. Quiero recibir su paz en mi herida abierta y tener luz, y
llenarme de alegría.
A
veces las heridas me quitan la paz. Las heridas en la carne como la
enfermedad. Las heridas en el alma que son las más frecuentes. Las heridas
causadas por la falta de amor. Me turban, me preocupan. Quiero tener un corazón
sano, sin llagas, sin heridas, sin roturas.
Por
eso necesito su paz para no vivir turbado, angustiado, con miedo. Necesito la
alegría de su Espíritu que disipe todas las nubes del alma. Y me enseñe a
querer mi corazón herido.
Hoy
le agradezco a Jesús por enseñarme sus heridas, por mostrarse ante mí en su
verdad. Yo escondo mis heridas por miedo, por vergüenza. Me encierro en las
puertas cerradas de mi alma. No me muestro vulnerable, me da miedo.
Hoy
Jesús viene a mi alma herida y vulnerable. Le entrego mi verdad en la luz del
cenáculo de mi alma iluminado con su presencia. Se lo entrego todo. A
cambio sólo le pido su paz y su alegría.
Quiero
que cuando me agobie por todo lo que tengo que hacer, por el futuro incierto,
por los miedos a no lograr lo que deseo, Él me dé su paz. Me abrace con sus
manos abiertas y heridas. Y me regale su paz. Cuando vea que la misión que me
confía supera mis fuerzas, sepa mirarlo escondido en mis manos y confiar de
nuevo.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia