La
castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la
virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la
afectividad
Hace unas semanas publiqué en “Virtudes y valores”
una reflexión muy sencilla y breve sobre la pureza. Dado que se me ha pedido
tratar más este tema, en el presente artículo pretendo desarrollar un poco más
esas ideas, siempre de modo esquemático, para poder comprender, valorar y vivir
esta virtud tan extraña, pero tan hermosa cuando se vive “en cristiano”; es
decir, según su verdadero sentido, sin caricaturas ni deformaciones.
La castidad es uno de los votos que profesan los religiosos y los consagrados
dentro de la Iglesia, además de los votos de pobreza y obediencia. Con estos
votos, los religiosos y consagrados (sacerdotes, hermanos, monjas, laicos
consagrados) expresan públicamente que quieren ser totalmente de Dios y que
están dispuestos – por el Reino de los Cielos – a renunciar a las tres
dimensiones fundamentales de la existencia humana como son el deseo de
perpetuarse en una familia, actuar autónoma e independientemente, y poseer
bienes propios.
Sin embargo, estos votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo que no sea el Reino de Dios.
Sin embargo, estos votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo que no sea el Reino de Dios.
Ahora bien, la castidad no es sólo un voto, es decir, una promesa solemne. La
castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la
virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la
afectividad. Y esto nos toca a todos. Un religioso vivirá esta virtud en un
modo concreto y según unas exigencias diversas del soltero o de las personas
unidas en matrimonio. Pero todos estamos llamados a ejercitarnos en la virtud de
la castidad. Existe una castidad del religioso, una castidad del soltero y una
castidad del casado. Los consejos que se ofrecen a continuación valen en mayor
o menor medida para todos. Toca a cada cual hacer la adaptación para la propia
vida.
Los consejos generales para vivir la castidad son cinco: orden, conciencia,
aprecio, fomento y cuidado. Expresaré los consejos del modo más esquemático
posible.
Primer consejo: el orden
Para vivir la castidad – tanto en el celibato como en el matrimonio – es necesario
el orden en la propia vida. Ahora bien, hay diversos tipos de orden:
1. Orden “teológico”: primero Dios, después las creaturas. El mandamiento de
amar a Dios sobre todas las cosas está dirigido a todos los hombres y no sólo a
los religiosos. El amor a Dios ha de ser la principal preocupación de la vida.
Esto significa no anteponer nada al amor de Dios: la Voluntad de Dios está
antes que mi propia voluntad; el Plan de Dios sobre mi vida antes que mis
planes personales; primero las cosas de Dios que mis cosas. Primero Dios y
después los amigos; primero el domingo y después los demás días de la semana.
Vivir constantemente en su presencia, buscando pequeños pero significativos
actos de amor a Dios. En el fondo, la vida de todo hombre es una búsqueda de Dios.
2. Orden “vertical”: primero el cielo y después la tierra. Por lo tanto, hemos
de aspirar al cielo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas. Por culpa del marxismo, del consumismo y de otras ideologías terrenas,
nos hemos olvidado de pensar en el cielo como una realidad cierta que nos
espera. Estamos demasiado preocupados por nuestro éxito temporal, demasiado
copados por compromisos mundanos, demasiado comprometidos con quehaceres
meramente circunstanciales, queremos a toda costa disfrutar de esta tierra… y
nos olvidamos de que esta vida es sólo un preludio de la vida verdadera. La
vida es un punto en medio de la eternidad. Esto no significa despreciar las
cosas buenas que ofrece la vida, sino “ordenar” todo al cielo, que es nuestro
único destino. Hemos sido creados para el cielo. La castidad sólo se entiende a
la luz de la eternidad. Hay una expresión latina que reza: “quid hoc ad
aeternitatem”, ¿qué es todo esto a la luz de la eternidad? ¿Qué son los
placeres indignos y momentáneos a la luz de la eternidad? En conclusión: “Sólo
Dios es Dios. Lo demás es ‘lo de menos’”.
3. Orden “temporal”: es necesario tener un orden en el uso de nuestro tiempo.
Tener muchas cosas interesantes que hacer: oración, trabajo, comidas, merecido
descanso, intereses personales… La ociosidad es la madre de todos los vicios, y
nuestra sociedad actual es especialista en ofrecer toda clase de salidas
frívolas y raquíticas a la ociosidad. En concreto: si es necesario entrar en
Internet, que sea sólo para lo que hay que hacer y no andar “navegando” a ver
“qué veo”, perdiendo miserablemente el tiempo y poniendo en riesgo la castidad.
Por lo demás, esta vida es para construir algo que nos podamos llevar al más
allá, al cielo. Empeñemos pues nuestra vida, no en vanidades y caprichos
efímeros, cuanto menos en pecado y desenfreno, sino en grandes proyectos al
servicio de los demás.
4. Orden “interior”: la persona humana es un “espíritu encarnado”, es una
especie muy extraña en la creación. No es un ángel, pero tampoco una bestia. Es
un ser “multidimensional”: tiene razón y voluntad, libertad, sentimientos,
potencias y pasiones, etc. En esta diversidad humana hay una jerarquía, un
orden en las dimensiones. En primer lugar, como dimensión rectora, está la
razón iluminada e instruida por la fe. La razón debe regir a todas las demás
pasiones y potencias. La virtud de la castidad es una disposición de la
voluntad que nos lleva a actuar según los dictámenes de la razón en cuanto al
uso ordenado de las potencias sexuales y afectivas. La castidad no significa en
primer lugar represión, sino “promoción ordenada” y “moderación razonable” y es
la razón, abierta a la Voluntad de Dios, la que indica cuándo se tiene que
promover y cuándo se tiene que moderar.
5. Orden “afectivo”: si el primer mandamiento dice amar a Dios, éste se debe
unir al “amar al prójimo como a sí mismo”. Ahora bien, también hay un orden en
el “amor al prójimo”. Hay un orden en cuanto a las personas y un orden en
cuanto a las manifestaciones del amor. En primer lugar debo amar a aquellos que
están más próximos a mí: mi familia, mi mujer y mis hijos (si estoy casado),
mis padres, mis amigos, etc. En segundo lugar, mi afecto se debe regir por este
orden: las manifestaciones del amor entre esposos son específicas y difieren en
cuanto al modo en las manifestaciones de amor entre hermanos y entre amigos.
Este orden se debe establecer también en relación con el estado de vida que se
ha escogido: si soy sacerdote, mi trato con las personas estará marcado por la
consagración que he hecho de mi vida y de mi cuerpo al único amor de Cristo, lo
mismo ocurre con una religiosa. Quien está casado tiene que comportarse con las
personas de otro sexo, no como quien está buscando pareja, o como quien quiere
“romper corazones”, sino como quien está comprometido a un amor exclusivo que
ha de durar toda la vida. El joven debe comportarse con su novia de un modo
diverso que el marido con su mujer, precisamente porque es novio y no esposo.
Segundo consejo: Conciencia
Tenemos que saber qué es bueno y qué es malo, “llamar al pan pan y al vino
vino”, y estar convencidos de que seguir la conciencia rectamente formada es lo
mejor para nosotros. La conciencia es un faro que ilumina la vida. Puede ser
que no siempre tenga la fuerza para seguirla, pero el faro estará siempre allí
avisándome de lo que debo hacer, y exigiéndome fidelidad. En el cultivo de la
virtud de la castidad esto es esencial.
A causa de las modas imperantes y del desenfreno moral, que se eleva a ideal de
vida, sentimos en nuestro corazón la dificultad de vivir la castidad. Esta
dificultad real puede llevarnos a considerar que no vale la pena luchar, que es
mejor vivir “feliz” según los criterios del mundo que seguir a un Dios
desconocido que nos “impone” reprimir nuestros impulsos espontáneos. Es decir,
la pasión nos puede llevar a justificar los actos desordenados. Es aquí donde
la conciencia tiene que ser faro y decir lo que es bueno y lo que no es bueno.
Mientras no se corrompa la conciencia, siempre es posible corregir y superarse.
Aquí tenemos que ser muy honestos: ¿conozco la ley moral? ¿Conozco qué es lo
que Dios me pide en cuanto soltero? ¿Quiero seguir mi conciencia o prefiero
amordazarla, engañándome a mí mismo con sofismas? Es preciso recordar aquí el
adagio: “el que no vive como piensa, termina pensando como vive”; es decir, si
traicionamos la voz de la conciencia – que no es otra que la voz de Dios que
habla desde el interior – acabaremos por justificar lo injustificable, haciendo
pasar hasta “un camello por el ojo de una aguja” (cf. Mt. 19,24).
Para formar la conciencia hay que acudir a los maestros que realmente nos
puedan instruir en la verdad. Los medios de comunicación – grandes formadores
(o deformadores) de la opinión pública – no son, la mayoría de los casos,
buenos consejeros. Ellos son muchas veces los principales promotores de la
cultura imperante. Acudamos más bien a personas instruidas y sensatas que
puedan ayudarnos, corregirnos, decirnos las cosas claras, sin “dorar la
píldora”. Acudamos sobre todo a la Palabra de Dios. Repitamos muchas veces el
salmo 119: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.
Por: P. Marcelo Bravo, L.C. (Profesor de filosofía de
la religión, UPRA. Roma). |