La vida cristiana se compone de dos dimensiones fundamentales: la contemplación y la acción. Ambas dimensiones son esenciales para el seguimiento de Cristo, pero ¿cómo se relacionan entre sí? ¿Cómo podemos equilibrarlas en nuestra vida cotidiana?
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Para
responder a estas preguntas, podemos recurrir a la sabiduría de Santo
Tomás de Aquino, el gran teólogo y filósofo del siglo XIII, que
dedicó varias cuestiones de su Suma Teológica a este tema.
Según Santo
Tomás, la vida contemplativa y la vida activa se complementan entre
sí, pero no de la misma manera. La vida contemplativa es superior a la vida
activa, porque tiene como objeto a Dios mismo, que es el bien supremo
y la felicidad última del hombre.
La vida
activa, en cambio, tiene como objeto los bienes temporales y humanos, que son
medios para alcanzar a Dios. Sin embargo, la vida activa es necesaria para la
vida contemplativa, porque nos ayuda a purificar nuestro corazón de las
pasiones desordenadas, a ejercitar las virtudes morales y a disponernos para
recibir la gracia divina.
Además,
la vida activa es un fruto de la vida contemplativa, porque nos
impulsa a compartir con los demás el amor y la verdad que hemos recibido de
Dios.
Por lo
tanto, no se trata de oponer o separar la vida contemplativa y la vida activa,
sino de integrarlas y armonizarlas. Para ello, Santo Tomás nos propone algunos criterios
prácticos:
Debemos dar prioridad a la vida contemplativa sobre la vida activa, sin descuidar las obligaciones de nuestro estado y vocación. Esto significa que debemos dedicar tiempo suficiente y de calidad a la oración personal y comunitaria, a la lectura espiritual y a la participación en los sacramentos.
Debemos realizar las obras de la vida activa con espíritu de contemplación, es decir, con atención, recogimiento y amor a Dios. Esto implica que debemos evitar el activismo, el estrés y la dispersión, y buscar hacer todo por Dios y para Dios.
Debemos
estar atentos a los signos de los tiempos y a las necesidades de nuestros
hermanos, especialmente de los más pobres y necesitados. Esto supone que
debemos estar abiertos a la voluntad de Dios y a las inspiraciones del Espíritu
Santo, que nos pueden llamar a salir de nuestra comodidad y a servir con
generosidad y alegría.
La vida
contemplativa y la vida activa son dos caras de una misma moneda: el amor. Solo
el amor nos permite vivir en comunión con Dios y con los demás. Como dijo San
Juan de la Cruz: “En el atardecer de la vida nos examinarán del amor”.
Matilde
Latorre
Fuente:
Aleteia