Cuando Jesús comparece ante Poncio Pilato en el juicio que le condenará a muerte, el procurador romano le pregunta si es rey. Con toda seguridad, fue la excusa de los líderes religiosos para llevarlo a morir.
Dominio público |
Durante su vida, Jesús evitó que su
ministerio fuera comprendido desde la perspectiva del poder político. Dado que
los judíos esperaban un mesías que les liberara del poder de Roma, Jesús dejó
siempre claro que su misión era de orden trascendente. Por eso, intentó que sus
milagros no se entendieran como indicadores de poder temporal, sino como «signos» que apuntaban al
reconocimiento de que el Reino de Dios había llegado a este mundo.
En el Evangelio de este domingo,
tenemos un ejemplo claro. Jesús realiza el milagro de la multiplicación de los
panes y de los peces, que provoca en la multitud una inmensa alegría al
considerar que ha llegado el profeta anunciado que, al estilo de Moisés,
libraría a su pueblo de las calamidades. El evangelista dice que «Jesús, sabiendo que iban
a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo» (Jn 6,15). Los judíos
habían interpretado el milagro desde una perspectiva material y políticamente
interesada. Para ellos, Jesús sería el rey que les daría de comer y les
libraría del poder romano.
Al decir que Jesús se retiró a la montaña él solo, debemos recordar que fue en la soledad del desierto, en las montañas de Judea, donde Jesús experimentó una tentación semejante bajo la influencia de Satanás: mostrándole los reinos de la tierra, le promete que se los dará si se postra y le adora. Al retirarse a la montaña, Jesús busca la soledad donde se encuentra con el Padre para superar la verdadera tentación que le acechó durante toda su vida, la de convertirse en un mesías político.
Cuando
impone silencio a los apóstoles para que no hablen de los milagros que hace, o
cuando rechaza a Pedro, llamándole Satanás, porque intenta persuadirle de que
abandone el camino de la cruz, Jesús se abraza a un destino, definido como
voluntad de su Padre, que terminará en el aparente fracaso de su ministerio
público: la muerte. Sin embargo, esta es la paradoja evangélica: al entregar su
vida en sacrificio por amor a los hombres y al resucitar al tercer día, Jesús
establece su Reino de modo definitivo, un Reino que, como había advertía a sus
discípulos, trasciende cualquier otro poder político, que, queramos o no,
siempre quedan en el ámbito de este mundo pasajero.
Se explica así, que, cuando Jesús abandone su soledad orante en el monte, pronuncie el trascendental discurso del Pan de Vida, donde deja claro cuál fue su intención al dar de comer a la multitud, y cuál es el verdadero significado del pan que ha multiplicado. Ni sus contemporáneos ni el procurador Poncio Pilato podían entender qué significaba la realeza de Cristo, una realeza opuesta al poder de las riquezas y al poder político que ansían quienes sólo piensan en la satisfacción de sus necesidades materiales. Al superar la tentación del poder temporal (o espiritual mal entendido), Jesús abre a los hombres el horizonte de una riqueza que no se contenta con la posesión de los bienes de este mundo, sino que aspira a los eternos. Esto explica la primera de sus bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia