“Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros”
En la
Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, día 1 de enero, en que también se
celebra la 48ª Jornada Mundial de la paz cuyo tema es “Ya no esclavos, sino
hermanos”, tal como lo escribe el Papa Francisco en su mensaje, a las
10,00, en la Basílica Vaticana el Pontífice presidió la celebración de la Santa
Misa.
En su homilía el Obispo de Roma recordó las palabras con las que
Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen Santa: “¡Bendita tú entre las
mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?”. Y explicó que esta bendición está en continuidad con la
bendición sacerdotal que Dios había sugerido a Moisés para que la transmitiese a
Aarón y a todo el pueblo: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la
paz”.
El Papa Bergoglio destacó que con esta celebración la Iglesia nos
recuerda que María es la primera destinataria de esta bendición, puesto que en
ella se cumple, como en ninguna otra criatura, el haber visto brillar sobre ella
el rostro de Dios, el Verbo eterno, a fin de que todos lo puedan
contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios – explicó el Santo
Padre – también podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores, que volvieron
de Belén con un canto de acción de gracias después de ver al niño y a su joven
madre. Y destacó que ambos estaban juntos, como lo estuvieron en el Calvario,
porque Cristo y su Madre son inseparables.
Tras destacar que María está
tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el
conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo íntimo
con su Hijo, Francisco afirmó que la Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó
entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir
en el don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de los tiempos», en el que
Dios entró personalmente en el surco de la historia de la salvación.
Del
mismo modo, Cristo y la Iglesia son inseparables, dijo también el Papa y no se
puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de
la Iglesia. De ahí que afirmara que separar a Jesús de la Iglesia sería
introducir una “dicotomía absurda”, como escribió el beato Pablo
VI.
“Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la
relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se
hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros”, afirmó el
Pontífice y añadió que es la Iglesia quien lo anuncia y es en la Iglesia donde
Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos, lo que,
además, expresa su maternidad. De ahí que destacara que ninguna
manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la carne
y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de
Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un
sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de
nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de
ánimo.
El Papa concluyó su homilía con el deseo de que esta madre dulce y
premurosa nos obtenga la bendición del Señor para toda la familia humana. De
manera especial hoy – dijo – Jornada Mundial de la Paz, invocamos su intercesión
para que el Señor nos de la paz en nuestros días: paz en nuestros corazones, paz
en las familias, paz entre las naciones; a la vez que recordó que este año, en
concreto, el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz lleva por título: “Ya no
más esclavos, sino hermanos”.
“Todos – dijo Francisco al concluir
– estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos y, cada uno de
acuerdo con su responsabilidad, a luchar contra las formas modernas de
esclavitud. Desde todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras
fuerzas. Que nos guíe y sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se
hizo nuestro servidor”.
Homilía completa del Papa Francisco (1
de enero de 2015)
Vuelven hoy a la mente las palabras con las que
Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen Santa: «¡Bendita tú entre las
mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?» (Lc 1,42-43).Esta bendición está en continuidad con la
bendición sacerdotal que Dios había sugerido a Moisés para que la transmitiese a
Aarón y a todo el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la
paz» (Nm 6,24-26). Con la celebración de la solemnidad de María, Madre de Dios,
la Iglesia nos recuerda que María es la primera destinataria de esta bendición.
Se cumple en ella, pues ninguna otra criatura ha visto brillar sobre ella el
rostro de Dios como María, que dio un rostro humano al Verbo eterno, para que
todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios,
también podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores, que volvieron de
Belén con un canto de acción de gracias después de ver al niño y a su joven
madre (cf. Lc 2,16). Ambos estaban juntos, como lo estuvieron en el Calvario,
porque Cristo y su Madre son inseparables: entre ellos hay una estrecha
relación, como la hay entre cada niño y su madre. La carne de Cristo, que es el
eje de la salvación (Tertuliano), se ha tejido en el vientre de María (cf. Sal
139,13). Esa inseparabilidad encuentra también su expresión en el hecho de que
María, elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido íntimamente toda su
misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el
Calvario.
María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el
conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la
experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la
mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la
creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de
los tiempos» (Ga 4,4), en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la existencia
humana, entró personalmente en el surco de la historia de la salvación. Por eso
no se puede entender a Jesús sin su Madre.
Cristo y la Iglesia son
igualmente inseparables, porque la Iglesia y María van siempre juntas, y no se
puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de
la Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía
absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf. Exhort. ap. N. Evangelii
nuntiandi, 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a
Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia»
(ibíd.). En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a
Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación
vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo
hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos
encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia
Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»; es la
Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos
de gracia que son los sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia
expresa su maternidad. Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y
lo da a todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni
siquiera la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia,
de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo
queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra
relación con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras
interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Queridos hermanos y
hermanas, Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la humanidad.
La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor.
Esta es precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los
pueblos la bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y
perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente, modelo de la
Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y
sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio
materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de
Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de
todos los hombres y de todos los pueblos.
Que esta madre dulce y
premurosa nos obtenga la bendición del Señor para toda la familia humana. De
manera especial hoy, Jornada Mundial de la Paz, invocamos su intercesión para
que el Señor nos de la paz en nuestros días: paz en nuestros corazones, paz en
las familias, paz entre las naciones. Este año, en concreto, el mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz lleva por título: «No más esclavos, sino hermanos».
Todos estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos y, cada uno de acuerdo
con su responsabilidad, a luchar contra las formas modernas de esclavitud. Desde
todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras fuerzas. Que nos guíe y
sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se hizo nuestro
servidor.
Miramos a María, contemplamos a la Santa Madre de Dios.
Quisiera proponeos que la saludemos juntos. Lo ha hecho el valiente pueblo de
Éfeso, que gritaba a sus pastores cuando entraban en la iglesia: 'Santa Madre de
Dios'. Que hermoso saludo para Nuestra Madre.
Cuenta una historia, no sé
si es verdadera, que algunas de estas personas tenían bastones en las manos.
Quizás para hacer entender a los obispos lo que les sucedería si no tuviesen la
valentía de proclamarla Madre de Dios. Os invito a todos, sin bastones, a
levantaos y saludarla por tres veces, de pie, con este saludo de la primera
Iglesia: Santa Madre de Dios. (Todos dicen con el Santo Padre: 'Santa Madre de
Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios')".
Fuente: Radio Vaticana

