Es difícil amar bien a quien me ama, tratarlo con
delicadeza, enaltecerlo siempre, respetar sus tiempos y su intimidad, pero hay
una manera de lograrlo
Me
resulta difícil amar al que me ama. Intento tratar bien al que me favorece.
Pero no es tan sencillo. Quiero dar mientras guardo. Busco enaltecer mientras
critico.
Quiero
hacer el bien al que me lo hace a mí, pero ni aun así me resulta tan sencillo.
Debe ser la herida que tengo desde el nacimiento, esa ruptura interior que me
lleva a desear lo que no me hace bien, y elegir lo que no me conviene.
Y
por más que lo intento, no consigo amar santamente. Me quedo a
medias muchas veces. Me guardo en lugar de desgastarme.
Me
busco con ocultas intenciones y todo bajo apariencia de bien. Peco de omisión y
en mis silencios. No lo sé. Es difícil amar bien a quien me ama,
tratarlo con delicadeza, enaltecerlo siempre, respetar sus tiempos y su
intimidad.
Y
si eso me cuesta, ¡cuánto más difícil me resulta lo que hoy me pide Jesús! Se
escapa a mi capacidad humana:
“Habéis
oído que se dijo: – Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en
cambio, os digo: – Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen.
Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol
sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a
los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los
publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?”.
Lo
normal es aborrecer a mi enemigo, despreciar a quien busca mi mal, dejar a un
lado al que pretende cuidarme y no lo hace. Es lo más natural del mundo.
Olvidarme del que me ha ofendido y dejar a un lado al que no me quiere y lo
dice abiertamente.
¿Por
qué me pide Jesús lo que no puedo darle? Parece absurdo. No puedo
querer a quien no me quiere. Imposible intentarlo.
Es
verdad que amar a quien me ama no tiene mérito alguno. El mérito es querer al
que no me quiere. Pero no quiero méritos.
No
pretendo que me reconozcan por amar a mis enemigos. Lo que sí sé, es que cuando
veo a alguien amar de esa forma, me rompo por dentro y lloro. No lo puedo
evitar. Ese amor imposible hecho carne me descoloca.
Tal
vez es por mis límites. O porque veo a Jesús amando de nuevo en la tierra. Ver
el rostro que perdona antes de que lo maten. Escuchar palabras de misericordia
para los asesinos de un familiar. Ver el perdón de una víctima a su victimario.
Son
ejemplos de una santidad que supera los límites humanos. El corazón
herido desea la venganza y clama para que se haga justicia. Entiendo
bien esos gritos.
Mientras
que las otras miradas me parecen puertas abiertas al cielo. Admito como posible
esa forma de mirar que aparece en La guerra de las galaxias: “Si
quieres ganar no luches contra lo que odias, salva lo que amas”. Esto
lo veo posible.
Me
olvido de lo que odio. No quiero venganza, la dejo a un lado. Hasta ahí quizás
puede llegar mi corazón. Aparto de mi vista al que me hace daño. Lo
alejo con la mano. Lo quito de mis ojos y me centro en salvar lo que
amo. Entonces muchas cosas cobran sentido. Hasta ahí llego.
Pero ¡amar
a mis enemigos! Jesús me habla de algo más grande, de un don divino.
La última frase que hoy escucho me lo confirma:
“Por
tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
La
perfección no está a mi alcance. Igual que tampoco tengo en mis manos
la posibilidad de amar a quien me odia. Es algo de Dios que puede suceder en mí
sólo como un don suyo, como una gracia que me regala, como un milagro del
que soy testigo en mi propia piel.
Le
pido a Dios la gracia de querer al que no me quiere, al que me odia, al que me
persigue. Sé que tendrá que ser obra de Él en
mí.
¿Tengo
enemigos? A veces no lo pienso. Pero hoy me
callo y medito. Sí, hay personas que me han hecho daño. Con
palabras, con gestos y omisiones.
Me
han despreciado, me han herido, han abusado de mi confianza. Me han dejado
herido. Pienso en ellos y en sus ofensas. Son mis enemigos.
Le
pido a Dios que me enseñe a amarlos como Él los ama. Sólo es Él quien ama de esa forma. Le pido que lo
haga posible en mí.
Que
ame respetándolos, alegrándome con sus logros. Que los ame queriendo su bien,
deseando no su mal, sino que prosperen.
Los
amo perdonándolos en mi corazón. Es un don de Dios. Esa es la forma de amar que
Dios me pide. Me sigue pareciendo excesiva. Pero creo que, si me dejo y
le doy mi sí, Él puede hacerlo.
No
guardo en mi corazón una lista con las personas que me han hecho daño y cuyo
daño deseo. La rompo en mil pedazos. Pido desear su bien y le pido a Dios que
Él las quiera por todo lo que yo no puedo hacerlo. Es lo más sensato. Es
lo que le suplico de rodillas.
No
tener enemigos es lo que me sana.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia