LA MANIFESTACIÓN DE LOS
HIJOS DE DIOS
II. La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día.
III. Considerar nuestra filiación divina en la oración nos llenará de paz.
“En aquel tiempo, decía Jesús: - ¿A qué se
parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza
que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los
pájaros anidan en sus ramas.»
Y añadió: -¿A qué compararé el reino de Dios? Se
parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta
que todo fermenta»” (Lucas 13,18-21).
I. En sentido amplio puede
decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de
Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador
no es, de ningún modo, identidad de naturaleza. Sin embargo, con el Bautismo se
produjo en nuestra alma un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que
nos hizo participar de la naturaleza divina.
Esta elevación sobrenatural dio
origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana
propia de cada criatura. Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a
su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi
hijo; Yo te he engendrado hoy (Salmo II, 7). Este hoy es nuestra vida terrena,
pues Dios nos da cada día este nuevo ser.
II. Nuestra filiación es
una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad. Es a partir de esta filiación como entramos
en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La
filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha
de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la
dureza de la vida. Nuestro Padre no puede enviarnos nada malo. Podemos decir:
¡Omnia in bonum! Todo es para bien “¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu
sapientísima Voluntad” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Via Crucis).
III. La filiación divina no
es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: De algún modo abarca todos
los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino
una condición permanente del bautizado que vive su vocación.
Podemos
decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en
hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse
Christus, ¡otro Cristo, el mismo Cristo! (ÍDEM). Cada vez hemos de parecernos
más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya.
Considerar
nuestra filiación divina en la oración nos llenará de paz, viviremos
abandonados en las manos de Dios, y viviremos la fraternidad cristiana con los
que nos rodean, quienes también son hijos de Dios.
Nuestra
Madre Santísima nos enseñará a saborear las palabras del Salmo II: Tú eres mi
hijo; Yo te he engendrado hoy.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org